Editorial El Comercio

Dada la naturaleza de la tensa relación entre potencias consolidadas y potencias emergentes, muchos entendidos en asuntos históricos internacionales anticipaban que una confrontación más directa entre y sería inevitable. Y la última escalada en la guerra comercial entre ambos países podría ser uno de los peldaños más significativos hacia ese escenario de hostilidades abiertas.

Esta semana, Beijing llevó los aranceles de productos estadounidenses a 125%. Lo hizo un día después de que EE.UU. confirmara que el nuevo arancel para China subía a 145%. Este incremento, a su vez, fue en respuesta a un aumento anterior de China. Y así sucesivamente. Los niveles alcanzados son ya exorbitantes y garantizan daño relevante para ambos países.

Tratándose de las dos economías más grandes del planeta, para el resto del mundo las salvas comerciales intercambiadas implican un escenario sumamente incierto y preocupante. Si la crisis sigue escalando, el crecimiento global se resentirá seriamente. Cadenas de producción claves –en artículos tecnológicos, industriales o de consumo masivo– podrían sufrir cortes graves. En países como el Perú, el apetito por nuevas inversiones se reduciría en favor de destinos considerados más seguros. Eventualmente, ello podría presionar sobre el tipo de cambio y sobre el precio de los bonos peruanos. Un mundo más pobre y cerrado, además, demandará menos exportaciones nacionales, y el precio de nuestro principal producto de exportación –el cobre– se reducirá.

En el corto plazo, parte de la producción china cuyo destino era EE.UU. –y que ya no entrará dados los nuevos aranceles– podría distribuirse en el resto del mundo, incluido el Perú, a precios bajos. Para los consumidores locales esa es una buena noticia. Para los fabricantes internos, no tanto.

Pero la historia no tiene leyes de hierro. Cabezas frías deben prevalecer. Incluso el principal culpable de la situación, el presidente de EE.UU., , ha mostrado cierta flexibilidad en los últimos días: primero, al suspender los aranceles más altos por 90 días a la mayoría de los países y, segundo, exonerando también los impuestos a la importación de productos electrónicos chinos.

Si bien la retórica política entre ambas naciones lleva incluso ahora lenguaje bélico, más temprano que tarde sus industrias y consumidores notarán que la interdependencia global macerada en las últimas tres décadas sería extremadamente dolorosa de quebrar. El mundo está atento a que las dos partes regresen al camino de la sensatez antes de que el daño sea profundo e irreversible.

Editorial de El Comercio

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