Ayer se cumplieron 25 años desde aquel 2 de febrero de 1999 en el que Hugo Chávez, quien siete años antes había comandado una asonada golpista contra el gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez, juró como presidente de Venezuela. Desde entonces, el país caribeño pasó de ser uno de los más prometedores a nivel económico en la región a un páramo de miseria, en el que se calcula que ocho de cada diez ciudadanos viven sumidos en la pobreza y del que en los últimos años han huido aproximadamente siete millones de personas.
En un cuarto de siglo, el chavismo ha consolidado su proyecto dictatorial, asfixiado a la prensa libre, perseguido a los opositores más conspicuos y borrado la independencia de las instituciones. Todo ello a un costo humano y económico altísimo. Múltiples son, en efecto, los indicios de corrupción de funcionarios actuales o antiguos del régimen, así como múltiples también las denuncias de violaciones a los derechos humanos de quienes han alzado la voz contra la satrapía. Y cada vez más se van conociendo nexos entre el chavismo y el crimen organizado que permitieron que bandas delincuenciales puedan crecer y operar en diferentes lugares de Venezuela sin ser perseguidos, a cambio de acudir al llamado del régimen cuando este necesitaba reventar las protestas.
Como para no perder la costumbre, en los últimos días el chavismo ha demostrado que quiere permanecer en el poder a cualquier precio y ha hecho volar por los aires los Acuerdos de Barbados, que se suscribieron el año pasado entre el país llanero y los Estados Unidos para, de un lado, permitir elecciones libres este 2024 y, del otro, levantar las sanciones contra el gas, el petróleo y el oro venezolanos. Hay que decir que desde un inicio la posibilidad de que Nicolás Maduro y los suyos respetaran dicho compromiso era bastante baja. Sin embargo, hubo entre la comunidad internacional una cándida expectativa de que permitirían elecciones presidenciales limpias y justas que, si se celebraran hoy, no hay duda de que las perderían.
Este optimismo, sin embargo, se dio contra la pared la semana pasada, cuando el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela –que funciona como un apéndice de la dictadura– confirmó los vetos a Henrique Capriles y María Corina Machado para participar en cualquier proceso electoral hasta la próxima década. El primero, como se recuerda, fue para muchos expertos el verdadero ganador de los comicios del 2013 que invistieron a Maduro como jefe de Estado. La segunda, según todas las encuestas, es la favorita para derrotar al dictador en un lance justo y con todas las garantías. De hecho, Machado ganó las primarias de la oposición en octubre pasado con más del 92% de los apoyos.
Ante este nuevo intento del chavismo por privar a los venezolanos de decidir su futuro, varios países se han pronunciado. Estados Unidos, por ejemplo, ha anunciado la restitución de las sanciones que había levantado. La Unión Europea, Canadá, Japón y otros también se sumaron a las críticas contra el régimen. Y aquí, en el Perú, el Ministerio de Relaciones Exteriores envió un breve comunicado expresando “su preocupación” y haciendo un llamado a “cumplir con los Acuerdos de Barbados”. Ni una palabra más.
Esto es particularmente triste porque hasta hace unos años el Perú era una de las voces más enérgicas de la región en su condena al chavismo y, de hecho, fue el artífice del Grupo de Lima, que buscó unir a los países de esta parte del mundo para trabajar por la restitución de la democracia y las libertades de los venezolanos. Desde que Pedro Castillo llegó al poder, sin embargo, esta postura viró sustancialmente y ahora, con Dina Boluarte, apenas ha cambiado.
La condena peruana al último intento del chavismo por cerrarle el paso a unas elecciones libres en Venezuela ha sido timorata y así hay que decirlo, pues esta situación repercute en la imagen de nuestra cancillería, que parece haber perdido la voz en lo que respecta a la condena de una de las satrapías que más sufrimiento ha causado en la región en los últimos años.