Ayer, un día después de que Ántero Flores-Aráoz jurase como primer ministro, el presidente Manuel Merino juramentó a los nuevos miembros del Consejo de Ministros. Así, este nuevo equipo tendrá que enfrentar ya no solo las crisis económica y sanitaria que vienen golpeando al país desde marzo, sino también la crisis política que el proceso de vacancia ha generado.
En su mayoría, los nombres que componen el flamante Gabinete son los de personas de respetable trayectoria profesional, condiciones fundamentales para poder hacerle frente a una coyuntura particularmente crítica. Algunos, empero, como el titular del Interior, Gastón Rodríguez (otrora ocupante del mismo cargo durante el mandato del presidente Martín Vizcarra), y el de Educación, Fernando D’Alessio, traen consigo cuestionamientos que ya le están generando críticas al Gobierno.
Dada la complejidad de la tarea que tienen ante sí, lo más importante será que lleguen listos para trabajar a favor del país. Sin embargo, para cumplir esto último, también será vital que el Ejecutivo se dé cuenta de sus limitaciones y de la obligación que tiene de inyectarle estabilidad a la nación. Como se sabe, las condiciones en las que se ha dado la transición del poder han ocasionado una aguda crisis política que está llevando a miles de personas a las calles para expresar, en línea con los derechos que las asisten, su descontento, motivado en que se vacó a un jefe del Estado en el peor momento posible. Una circunstancia que esta administración no se puede dar el lujo de soslayar.
No obstante, esto último parece ser justamente lo que este Consejo de Ministros ha escogido hacer. En más de una presentación, en su primer día en funciones, sus miembros han elegido referirse de forma lamentable a lo que ocurre en múltiples ciudades del país. El primer ministro, por ejemplo, ha asegurado, sobre los participantes en las movilizaciones, que “algo les fastidia, pero no logro entender qué”, pasando por alto el malestar que se está expresando hacia cómo se vienen desenvolviendo los hechos.
El desdén hacia lo que ocurre no solo ha venido del señor Flores-Aráoz. En una entrevista a un medio colombiano, el presidente Merino ha dicho que “tendrán que hacerse las investigaciones” para verificar las “reales motivaciones” de las protestas, una forma de pasar por alto las preocupaciones que los ciudadanos están dando a conocer de manera enfática. De manera harto parecida, el nuevo ministro de Educación vertió ayer frases en una red social sugiriendo la influencia de organizaciones como el Movadef sin evidencia alguna. Y en la noche, la ministra de Justicia, Delia Muñoz, aseguró que “no es una protesta espontánea, he visto que hay una incentivación”.
Es claro, entonces, que el Ejecutivo tiene que añadir a su lista de pendientes granjearse la legitimidad que solo los peruanos pueden darle. El camino a ello consiste, por un lado, en defender las reformas que se vienen emprendiendo, que ya están siendo amenazadas. Hoy, por ejemplo, la Comisión de Educación del Parlamento ha programado la exposición de un proyecto de ley de Unión por el Perú que pretende modificar puntos claves de las reformas universitaria y magisterial. Por otro lado, el Gobierno debe garantizar el mantenimiento del orden democrático, que depende tanto de conducir elecciones transparentes como de mantener nítidamente delimitada la separación entre los poderes del Estado. Continuar desestimando las protestas también puede llevar a una polarización social mucho más grave, como la vista en Chile el año pasado.
En todo caso, es claro que los músculos que tendrán que ejercitar Merino y compañía son los del tino y el tacto. Ambos son ingredientes que deberían llevarlos a evitar despropósitos que aticen la delicada situación del país y que habrán de guiarlos para actuar con prudencia, reconociendo la frágil posición en la que todavía se encuentran.