(Foto: Captura/Congreso).
(Foto: Captura/Congreso).
Editorial El Comercio

Si los secretos en general son difíciles de guardar, en el ámbito político el esfuerzo deviene casi siempre inútil. En un escenario donde los actores están por definición en permanente competencia, la tentación de hacer lucir mal al antagonista a través de la exhibición pública de lo que este trató de mantener oculto es enorme. Y aun cuando el hecho develado no constituya en sí motivo de reprobación, la circunstancia de que se haya intentado esconderlo –sobre todo si ha sido a costa de mentiras– inevitablemente despertará las suspicacias ciudadanas. En las últimas 48 horas, los peruanos hemos sido testigos de un perfecto ejemplo de esto, a raíz del cruce de destapes y atribuciones de falta a la verdad entre y el presidente .

La líder de la principal fuerza de oposición, en efecto, ofreció el domingo por la noche una entrevista en la que reveló que, tras el acceso del actual jefe de Estado al poder, se había reunido dos veces con él (una en abril y otra en junio). Un dato que no tendría que haber movido a nadie a censura… de no ser porque el mandatario ya había negado expresamente que una cita de esa naturaleza hubiese tenido lugar.

El 9 de agosto pasado, concretamente, en declaraciones a la agencia Reuters, el presidente negó lo que ahora sabemos que ocurrió. ¿Por qué lo hizo? Difícil saberlo. Según dijo ayer en una entrevista televisiva, fue la señora Fujimori la que pidió en origen “un marco de reserva” al respecto. Pero la presidenta de Fuerza Popular (FP) había aseverado también a su turno que ella ‘entendió’ que el mandatario prefería mantener “cierta privacidad” a propósito de los encuentros.

Lo cierto es que la primera infidencia dio pie a una escalada de ellas y a versiones encontradas sobre quién solicitó cada una de las citas, sobre si alguien buscó una tercera y sobre un supuesto pedido de cambio ministerial en la segunda. Y, peor todavía, precipitó la fabricación de algunas excusas francamente descabelladas, como la que ensayó el presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva, para tratar de explicar por qué el jefe de Estado negó las reuniones. “Puede haberse olvidado”, deslizó.

Así, tras la crisis que terminó con la caída de Pedro Pablo Kuczynski, de pronto nos encontramos otra vez en medio de un campo de batalla entre el gobierno y FP, en el que el intercambio de golpes no parece perseguir ningún fin programático o de reforma, sino solo provocar el desplome del adversario. Y todo por la conservación de un secreto perfectamente inútil.

¿Qué tiene, efectivamente, de negativo o prohibido que quien conduce el Ejecutivo se reúna con la líder de la principal bancada del Legislativo para tratar de trazar una mínima agenda común? Pues, como es obvio, nada. En realidad, se trata más bien de un evento cuya celebración periódica no debería extrañarnos, pues nos acercaría a convertirnos en la democracia institucionalizada a la que todos los sectores políticos aseguran aspirar. Pero, a juzgar por la opacidad de la que rodearon los encuentros, se diría que, a los concurrentes, semejante muestra de civilización les produce vergüenza.

Si todo continúa como está, por experiencia, los ciudadanos sabemos ya lo que nos espera: a la escaramuza de estos días le seguirá la guerra abierta, y para cuando toque debatir las iniciativas propuestas para el referéndum, ya nadie pensará en su contenido. Todo será un pulseo por el predominio político y el gobierno de una realidad que habrá permanecido inalterable.

¿No sería entonces esta la oportunidad ideal para cambiarle de signo a aquello que hasta ahora parece ser motivo de bochorno? Es decir, para transformar lo clandestino en público y para hacerle saber a los peruanos que, más allá del escepticismo válido que pudiese existir entre la ciudadanía sobre la incompatibilidad de ambos líderes, es posible buscar puntos de conexión para emprender una agenda mínima de reformas que, por lo menos, demuestre que tienen al país por encima de sus intereses individuales.