(Foto: Presidencia).
(Foto: Presidencia).
Editorial El Comercio

Ayer, durante su alocución en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente anunció que el Perú impulsará una remisión ante la (CPI) para que se investiguen las presuntas violaciones de los derechos humanos en . Las declaraciones no fueron sorpresivas, pues la semana pasada el vicecanciller peruano había revelado a la agencia Efe que las cancillerías del Perú, Argentina, Colombia, Chile y Paraguay enviarían una carta a la CPI “pidiendo que se inicie una investigación preliminar de los crímenes de lesa humanidad” perpetrados en el país caribeño.

Ciertamente, la posibilidad de que la Corte examine la situación venezolana no es inédita. En febrero la fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, anunció el inicio de un examen preliminar por las muertes ocurridas durante las manifestaciones en contra del régimen chavista en el 2017. Lo que sí es inédito es que cinco países signatarios del Estatuto de Roma –el marco legal que sustenta los procesos del tribunal– interpongan una denuncia contra otro Estado parte, algo que jamás había ocurrido en los 16 años de existencia del organismo.

Las opciones de que la denuncia prospere son bastante creíbles. En Venezuela se exhiben claramente las premisas que justifican que el tribunal internacional intervenga: la posible ocurrencia de delitos de lesa humanidad y la incapacidad de la justicia local para perseguir y sancionar a los criminales.

Respecto a lo primero, que en Venezuela se pisotean los derechos de la gente es una realidad tan enorme como inocultable. Allí están, por ejemplo, los reportes de distintas ONG, las publicaciones periodísticas y hasta videos ciudadanos que dan cuenta de ello. Pero existen especialmente dos informes que, por su minuciosidad y crudeza, son una evidencia incontestable de la delicada situación del país.

El primero pertenece al Alto Comisionado de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Acnudh). Según el documento, de las 124 muertes registradas en las protestas celebradas entre abril y julio del 2017, 46 habrían sido cometidas por las fuerzas de seguridad y 27 por colectivos armados prochavistas (la autoría de las restantes no pudo determinarse). El Acnudh ha recopilado además una serie de tácticas para repeler a los manifestantes que incluyen desde el uso de armas de fuego con balas o perdigones hasta la aplicación de torturas (mediante palizas, descargas eléctricas y asfixia) contra los detenidos.

La OEA, por su parte, ha publicado un informe que recoge cifras igual de macabras: al menos 131 personas han muerto entre el 2014 y el 2017 por acción de “las fuerzas de seguridad” y, solo desde el 2015, se han acometido más de 8.292 ejecuciones extrajudiciales en Venezuela. “Las tácticas utilizadas demuestran claramente un patrón con la intención de matar, evidenciado por el punto en que se propinó el golpe mortal, el uso de municiones […], y la corta distancia a la que se perpetraron estos actos”, denuncia el documento.

Tanto o más evidente que los crímenes es la incapacidad de la justicia para sancionar a los responsables de las atrocidades. De ello dan cuenta el informe de la Comisión Internacional de Juristas del 2017, que advierte que el Poder Judicial ha sido secuestrado por el régimen chavista, el reporte de Amnistía Internacional que alerta sobre las altas tasas de impunidad en el territorio (90% para los homicidios comunes y 92% en los casos de violaciones de los derechos humanos), o los resultados de las mediciones internacionales (el país ocupa el puesto 137 de 137 en el indicador de ‘independencia judicial’, según el ránking de competitividad global del Foro Económico Mundial).

Cierto es que los procesos en la CPI pueden dilatarse durante años y, como sabemos, la justicia que demora no termina siendo justicia, sino poco menos que un consuelo. Pero ello no debería ser motivo para que los países de la región volteen la vista a un drama que también los involucra.