
El microcosmos de violencia homicida en que se ha convertido Pataz, en La Libertad, no puede seguir siendo ignorado por las autoridades relevantes. Esta semana, tres mineros artesanales fueron asesinados y varias otras personas quedaron heridas tras ataques de los mineros ilegales en alianza con organizaciones criminales. La emboscada fue con armas de largo alcance. Los delincuentes además dinamitaron una torre de alta tensión y 50 trabajadores de Minera Poderosa, que opera en la zona, tuvieron que recibir atención médica por exposición al humo producto de la quema de llantas que utilizan los criminales para forzar su salida de las galerías.
Los atentados, terribles como son, se han vuelto ya parte de la rutina de la zona. De acuerdo con el recuento de Poderosa, este es el tercer ataque en menos de tres meses y la torre dinamitada número 17 en los últimos años. Los trabajadores de la mina asesinados suman casi dos decenas. En octubre del año pasado, trabajadores de Poderosa descubrieron una fosa con 14 cadáveres en un terreno recuperado de los criminales. Es evidente que la situación es inaceptable.
Ello hace tanto más grave el estado de emergencia en la zona. El mensaje que está trasmitiendo el Gobierno –con amplia claridad– es que, a pesar de utilizar una herramienta de excepción legal y mantener más de 200 efectivos de la policía y del Ejército en Pataz, es incapaz de controlar la situación. La idea de que puede existir un principio de autoridad si el Estado realmente se lo propone queda debilitada, hasta humillada. Entre la población, la lección es que, cuando la situación se ponga realmente difícil, no hay figura pública que pueda ayudarlos. Los criminales escuchan esa misma lección con aún mayor nitidez y entusiasmo. Pataz es zona liberada y cada quien queda por su cuenta. Es en esos contextos en que grupos armados, inicialmente de autodefensa y al margen de la ley, pueden además ganar presencia y contribuir a un escenario absolutamente caótico.
Ni el Gobierno ni el Congreso deberían confundir la discusión de integración a la formalidad de mineros artesanales de buena fe con la discusión sobre el combate a la criminalidad en el sector. Para los primeros, estrategias de control, trazabilidad y alguna gradualidad pueden empezar a solucionar el problema. Pero lo que se requiere en el segundo caso son intervenciones firmes, con todo el peso de la ley, que involucren a la policía, fiscalía, DINI, UIF, y cualquier institución que pueda aportar información para la captura de cabecillas. Las rutas del mineral, del dinero, de los explosivos y de las armas deberían aportar abundante evidencia para quien quiera verla. El Perú tiene que demostrar que ninguna banda criminal está por encima de la capacidad del Estado cuando este se lo propone, antes de que sea demasiado tarde.