(Foto: Poder Judicial).
(Foto: Poder Judicial).
Editorial El Comercio

Ayer, el Colegiado A de la Sala Penal Nacional declaró culpables a 10 de los 12 terroristas (la lectura de la sentencia de Moisés Límaco se suspendió porque este se halla fuera del país, mientras que Elizabeth Cárdenas fue exculpada de los cargos) procesados por el atentado en la calle , que hace más de 26 años terminó con la vida de 25 personas, hirió a otras 155 y dejó una cicatriz imborrable en la memoria de los peruanos.

Resulta simbólico que la culminación de este proceso se haya producido un día antes de que se cumplan 26 años de la captura de y de la cúpula senderista, ocurrida el 12 de setiembre de 1992. Como un recordatorio de que toda la vesania y el odio que desataron quienes pugnaron por llegar al poder a sangre y fuego fueron desbaratados por un grupo de policías pertrechados con las armas de la ley y sin realizar un solo disparo.

De más está decir que la monstruosidad del crimen mereció siempre la máxima pena de entre las que podía solicitar la fiscalía para Guzmán y sus correligionarios; esto es, la cadena perpetua. Un pedido que, efectivamente, atendieron los jueces en el caso de los diez condenados. Ello, al margen de que la conducta de los procesados durante el juicio fue una afrenta permanente al Estado Peruano.

En febrero del 2017, por ejemplo, el abogado de Guzmán, Alfredo Crespo, calificó el ataque a Tarata de “accidente”, pues, según alegó, el verdadero objetivo era un banco de la zona al que los carros-bomba no consiguieron acercarse lo suficiente... Un pretendido atenuante que no cambia un ápice la determinación asesina de los terroristas que ordenaron y ejecutaron el atentado y, por eso mismo, de ribetes macabros.

En diciembre pasado, además, el cabecilla senderista se retiró de la sala en plena audiencia al tiempo que bramaba contra la procuradora Sonia Medina amenazas como “¡usted no sabe con quién se ha metido!” o “no voy a soportar tus infamias”.

Bajo cualquier punto de vista, es positivo que el Caso Tarata, un atentado detonado con el desalmado objeto de esparcir el terror y generar zozobra entre los peruanos, al que algunos acusados llegaron a calificar como un “error político”, y que –como bien ha determinado la Sala Penal– formaba parte de la estrategia criminal desplegada por los subversivos, haya concluido tras más de cuatro años y medio de proceso. Y que los terroristas que se encaramaron a la lucha criminal para imponer su ideología hayan sido sancionados precisamente por aquella justicia que desconocieron y se empeñaron en pulverizar.

Sin embargo, esta sentencia no implica que el combate al terror haya concluido. Ahora el Estado, por ejemplo, deberá echar mano de todas las herramientas legales para proceder a cobrar los S/4 millones de reparación civil estipulados. Igualmente, se tendrá que revisar el caso de la conexión entre y el narcotráfico (que ayer se desestimó), y vigilar los incipientes discursos subversivos que tratan de pasar por agua tibia las atrocidades de Guzmán y su gavilla, o de confeccionar una historia falaz de lo ocurrido en las décadas de 1980 y 1990. Si hay un campo en el que la guardia no debe bajarse, ese es el de las ideas.

Por otro lado, el Caso Perseo, que recién comienza, debe resolverse de forma expedita –respetando las garantías legales, claro está– para determinar lo que hoy luce evidente; que el Movadef no es otra cosa que una cáscara de Sendero Luminoso.

Pero por sobre todo, lo conseguido ayer por la justicia debe recordarnos que el terror no puede quedar impune, que los criminales que se empeñaron en destrozar al país deben ser juzgados en el marco del Estado de derecho, y que son las armas legales las que garantizarán que los rebrotes subversivos sean finalmente desmantelados.