Esta semana, el pleno del Congreso aprobó una ley que impone restricciones a los servicios financieros del país. Entre sus diferentes componentes, la norma modifica la Ley Orgánica del Banco Central de Reserva (BCRP) para que esta institución fije de manera semestral las tasas de interés máximas permitidas. De acuerdo con el texto, “las tasas de interés activas cobradas por encima de ese límite serán consideradas tasas de interés de usura y tipificadas como un delito”. Al mismo tiempo, la ley regula y limita otros aspectos como la comisión interplaza, el seguro de desgravamen y los cobros de membresía en tarjetas de crédito.
Como se ha hecho usual en los últimos meses, la norma contraviene las sugerencias y comentarios de entidades especializadas, entre las que se incluyen el BCRP, la SBS y el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). En ese sentido, el titular de esta última institución, el ministro Waldo Mendoza, señaló que, como consecuencia de los topes a las tasas de interés, “ciudadanos y emprendedores tendrán menos posibilidades de acceder a préstamos. Se impulsarían mercados informales y daríamos un paso atrás en la inclusión financiera. Ese no es el camino”.
La norma es un excelente ejemplo de una ley que parece basada en buenas intenciones –que los consumidores accedan a servicios financieros más baratos–, pero que en su concepción y aplicación simplista lograría todo lo contrario. Los topes a las tasas de interés perjudicarán desproporcionalmente a los usuarios más riesgosos, a los más vulnerables y a los que están al borde de la formalidad. Como ha sucedido en otros países con experiencias similares, al controlar el interés –que no es otra cosa que un control de precios– se fomenta el racionamiento del crédito en el mercado formal y el crecimiento del crédito en el mercado informal.
Los resultados son muy similares a los que se obtienen con cualquier otra sobrerregulación de los mercados formales: excluir de facto de toda protección precisamente a quienes se buscaba proteger. Aquellos que, por su perfil de riesgo y como consecuencia de la norma, ya no puedan acceder a préstamos en los bancos, cajas o entidades financieras reguladas deberán hacerlo a través de prestamistas informales. De acuerdo con el BCRP, la tasa de interés promedio de los prestamistas informales, según una encuesta realizada a mypes, es de 20% mensual, equivalente a 792% anual. Más aún, “los cobros son diarios y el incumplimiento de los pagos tiene mecanismos de cobro delincuenciales”. Menuda protección la que le ha brindado el Congreso a los ciudadanos más vulnerables.
Nada de esto significa que no haya reformas pendientes en el sector financiero. Se requiere mejor regulación para fortalecer la penetración financiera con tecnología digital, impulsar el mercado de capitales, además de seguir fomentando la competencia y sancionar cualquier abuso a los consumidores. Si el país va a salir adelante luego de esta crisis, va a necesitar a un sector financiero sólido como aliado estratégico. Pero ningún objetivo descrito se logra con legislación pobremente concebida y que desmerece las opiniones de las instituciones expertas en la materia.
El actual Congreso, una vez más, ha demostrado no estar a la altura del encargo legislativo encomendado. El daño que hace hoy podría durar años y perjudicar a cientos de miles de familias en el camino. Es el turno ahora del Ejecutivo para que, dentro de sus competencias constitucionales, responda apropiadamente a una autógrafa de ley que debería sufrir modificaciones importantes si quiere convertirse en parte del ordenamiento legal.
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