(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).

En 1987, un avión de combate iraquí atacó una fragata de la Marina estadounidense, la Stark, que patrullaba en el Golfo Pérsico. Al aceptar la explicación de Saddam Hussein de que el ataque, que mató a 37 marineros, había sido un accidente, los funcionarios estadounidenses utilizaron de inmediato el episodio, que llegó en el apogeo de la guerra Irán-Iraq, para aumentar la presión sobre Teherán. El incidente impulsó lo que se convirtió en una breve guerra marítima entre e .

La semana pasada, alguien en . Las autoridades estadounidenses se han apresurado a culpar a Irán y la posibilidad de una confrontación violenta entre los dos países está creciendo nuevamente. Antes de tomar una decisión sobre si apretar el gatillo, el presidente haría bien en reflexionar sobre el episodio de 1987 y su legado.

En aquel entonces, Estados Unidos se había involucrado en la muy sangrienta y aparentemente interminable guerra Irán-Iraq, que Hussein había instigado en 1980 al invadir Irán. A medida que la guerra se convirtió en un brutal punto muerto, el entonces presidente Ronald Reagan y sus asesores se convencieron de que ayudar a Iraq era de interés para los Estados Unidos. Irán era el “enemigo”, por lo que Iraq se convirtió en el “amigo” de Estados Unidos.

Después del episodio del Stark, las fuerzas navales estadounidenses e iraníes en el golfo comenzaron a competir en una pugna desigual que culminó en abril de 1988 con la destrucción virtual de la armada iraní.
Sin embargo, Estados Unidos obtuvo poco de esta victoria. El principal beneficiario fue Hussein, quien no perdió tiempo en pagarle a Washington invadiendo y anexando Kuwait poco después de que su guerra con Irán se detuviera. Así, el “amigo” de Estados Unidos se convirtió en el “enemigo”.

Desde entonces, una serie de administraciones han consentido la fantasía de que la aplicación directa o indirecta del poder militar puede restaurar de alguna manera la estabilidad del golfo.

De hecho, solo ha ocurrido lo contrario. La inestabilidad se ha vuelto crónica, con la relación entre la política militar y los intereses estadounidenses reales en la región siendo cada vez más difíciles de discernir.

En el 2019, esta tendencia bien establecida para la intervención armada hace que Estados Unidos se vea nuevamente involucrado en un conflicto de poder, esta vez en una guerra civil que desde el 2015. Arabia Saudí apoya a uno de los dos lados de este conflicto sangriento e interminable, mientras que Irán hace lo propio con el otro.

Bajo el mando de Barack Obama y ahora el presidente Trump, Estados Unidos se unió a Arabia Saudí, brindando un apoyo comparable al que la Administración Reagan le dio a Saddam Hussein en la década de 1980. Pero las fuerzas saudíes asistidas por los estadounidenses no han mostrado más competencia hoy que las fuerzas iraquíes asistidas por los estadounidenses en aquel entonces. Así, la guerra en Yemen se prolonga.

Los intereses estadounidenses concretos en este conflicto, que ya ha cobrado unas 70.000 vidas y que enfrenta a otras 18 millones ante la posibilidad de morir de hambre, son insignificantes. Una vez más, como en la década de 1980, la demonización de Irán ha contribuido a una política desacertada.

No estoy sugiriendo que Washington apoya al bando equivocado en Yemen. Lo que sugiero es que ninguna de las partes merece apoyo. Irán bien podría calificar como el “enemigo” de Estados Unidos. Pero Arabia Saudí no es un “amigo”, independientemente de cuántos miles de millones gaste comprando armamento fabricado en Estados Unidos y cuánto esfuerzo invierta el príncipe heredero Mohammed bin Salman en cortejar al presidente Trump y a los miembros de su familia.

La convicción, aparentemente generalizada en los círculos políticos estadounidenses, de que en el Golfo Pérsico (y en otros lugares) Estados Unidos está obligado a tomar partido ha sido una fuente de conductas cuestionables. Sin duda, la creciente rivalidad entre Arabia Saudí e Irán plantea el peligro de desestabilizar aún más el golfo. Pero Estados Unidos no tiene la obligación de suscribir la locura de un lado u otro.

Apoyar a Iraq en su guerra temeraria con Irán en la década de 1980 demostró ser estratégicamente miope. Produjo muchos más problemas de los que resolvió, y puso en marcha una serie de guerras costosas que han producido beneficios insignificantes. Apoyar hoy a Arabia Saudí en su guerra equivocada en Yemen no es menos miope.

El poder confiere elección, y Estados Unidos debería ejercerlo. Podemos comenzar a hacerlo reconociendo que la locura de Arabia Saudí no tiene por qué ser problema suyo.

–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times