“¿Se van a rendir?”. “No vamos a caer en las manos del comunismo”. “Conmigo tendrán el bono oxígeno”.
Han pasado ya 15 días desde que acabaron las elecciones en el Perú y, sin embargo, la señora Keiko Fujimori sigue dando arengas como si todavía estuviera en campaña.
El conteo de votos por la ONPE ya concluyó, y solo falta resolver las apelaciones a los infructuosos pedidos de nulidad que Fuerza Popular ha planteado ante el Jurado Nacional de Elecciones (JNE). No se trata de rendirse o aguantar, porque el partido ya terminó. No importa cuántos mítines, marchas y excontendientes se sumen desde la ultratumba a la plegaria fujimorista. Más allá de que tienen todo el derecho de manifestarse públicamente, nada de ello debe cambiar el veredicto del JNE, el cual debe resolver conforme a derecho.
Por cierto, el derecho a utilizar los recursos legales que la normativa electoral granjea no equivale a un derecho a la pataleta jurídica. Pero eso es precisamente lo que están haciendo, en distinta dimensión, los Flores Nano, Torres, Urviola, Villa Stein, Castiglioni y demás malabaristas del derecho. Porque no es casualidad que todos, repito, todos los jurados electorales especiales hayan rechazado las solicitudes de nulidad de Fuerza Popular por razones de forma y fondo. Si hubieran estudiado la jurisprudencia reiterada del JNE o consultado con expertos en derecho electoral, los abogados de Fuerza Popular sabrían que el fraude debe probarse y no gritarse; y que ninguno de los supuestos alegados es suficiente para anular los votos de cientos de miles de ciudadanos, como ahora pretenden. También deberían conocer que los plazos legales se cuentan, regularmente, en días, y en función al horario de atención preestablecido por la entidad pública.
Con un poco de diligencia, discernirían que no se puede interponer un hábeas data sin antes haber solicitado la información a una entidad estatal y obtenido una respuesta negativa. Además, comprenderían que existen excepciones al acceso a esta información cuando se debe proteger los datos personales y sensibles de las personas (como el sentido de la votación), y que un hábeas data no interrumpe el curso de una impugnación electoral.
Tanta negligencia que podría llenar las páginas de un manual de mala praxis legal no parece ser coincidencia, sino mala fe. Como la del jugador picón que, viéndose derrotado, comete una falta artera y se hace expulsar. Y, al salir del campo, le menta la madre al árbitro.
Así se ven los políticos, líderes de opinión y hasta periodistas que insisten en una rabieta que solo daña a un país cansado de la incertidumbre y tensión que germinó cinco años atrás, precisamente, con otro berrinche.
El apasionamiento que a muchas personas cegó durante la segunda vuelta, al punto de pasar por agua tibia los peligros que representaban las dos candidaturas en liza, se ha convertido hoy en necedad. “Hundieron” tanto sus costos que ya les parece imposible recuperar su “inversión”, su reputación. Y ahora que Fuerza Popular ha cruzado la línea que divide a una candidatura agresiva de la destrucción antidemocrática, sus seguidores más afiebrados no encuentran el camino de regreso a la sensatez. No quieren enjuagarse la pintura naranja de guerra con la que se maquillaron las caras.
Estos fanáticos continúan deslegitimándose y autoexcluyéndose de un partido más duro y trascendental: el de mantener vivo el Estado constitucional de derecho durante los próximos cinco años. ¿Qué autoridad moral conservarán para denunciar los eventuales embates de Vladimir Cerrón y compañía si, cuando fue su turno, exhibieron ellos mismos una actitud antidemocrática?
Pueden no gustarnos los resultados electorales, pero debemos aceptarlos. De eso se trata la democracia, no de pedir repechajes cuando perdemos.