El primer tema que me interesó desde que empecé a estudiar Derecho fue el del Tribunal Constitucional (TC). Los dos primeros artículos jurídicos que publiqué (Derecho y sociedad, 2004; Ius et Veritas, 2006) tenían como tema central a este organismo constitucionalmente autónomo. Me parecía ilógico que el Congreso, por sí solo, eligiera a los integrantes de este máximo tribunal, cuando una de sus principales funciones (la razón de su creación) era precisamente controlar que la labor legislativa fuera respetuosa de la Constitución. Un ‘legislador negativo’ en permanente tensión con el Parlamento. ¿Cómo el TC iba a vigilar al mismo Congreso que lo nombra? Es como poner a un subordinado a supervisar al jefe.
Nuestra historia reciente demuestra que la mayoría calificada (87 votos parlamentarios) no es garantía de nada. Ninguna elección de magistrados del TC ha estado exenta de escándalos. Siempre fue botín codiciado por quien tenía más poder u objeto de prorrateo de cuotas. El consenso era la última solución. Lo que quedaba frente al escándalo o la repartija descubierta.
Volvió a suceder con este Congreso. En lugar de evaluar reflexivamente las cualidades y defectos de los aspirantes a la máxima magistratura del país, cada bancada propuso a su candidato y en media hora se confeccionó la lista. Ni siquiera todos los integrantes de las bancadas conocen bien a sus postulantes.
Creo que se debe modificar el sistema de elección en el nivel constitucional, pero en la tesitura actual, cuando menos se puede cambiar el procedimiento de selección conservándolo todavía dentro del Legislativo. Es decir, modificar solo la Ley Orgánica del TC para asegurarnos de que el Congreso realmente busque a los mejores, en un proceso que incluya evaluación meritocrática, entrevistas, participación de todas las bancadas, e involucramiento ciudadano en la presentación de candidaturas y tachas.
Algunos (como Jaime de Althaus) sostienen que se debe elegir de una vez porque hay entre los candidatos unas cuantas personas íntegras. ¡Ah, bueno! Yo pensaba que la integridad era lo mínimo, pero si ese es el único requisito, ¿por qué mejor no vamos al padrón del Colegio de Abogados y elegimos al TC usando el de tin marín de do pingüe?
El Ejecutivo ha planteado una cuestión de confianza al Congreso sobre este tema, y aunque las razones pueden ser las correctas, me molesta su reacción tardía. Hace meses que se sabía que este Parlamento iba a tener en sus manos la designación de seis magistrados y en lugar de proponer algún cambio, el Gobierno eligió una batalla cortoplacista como la del adelanto de elecciones. El TC, en cambio, nos acompañará por lo menos cinco años más, cuando ya no estén Vizcarra, Del Solar, ni ninguno de los actuales legisladores.
Los congresistas podrían actuar irresponsablemente y apresurar la elección del TC. Pero quizás algunos pensantes ya aprendieron que el poder es efímero y que las soluciones al caballazo duran poco (si no, pregúntenle a Alberto Fujimori por su indulto).
Por su parte, si el Ejecutivo no aprende a negociar mejor con el Congreso ya perdió la partida. Si creen que negociar es ingenuo es porque son malos negociadores. Negociar significa reconocer tus limitaciones y aprovechar tus ventajas (cuestión de confianza, cuando sea necesario). Vizcarra no tiene los votos en el Legislativo y debe buscarlos ahí donde encuentre parlamentarios hastiados de las confrontaciones fútiles y posiciones radicales. Negociar es inevitable en política. Tener la razón no te da derecho a imponerla.