Heterofobia, por Franco Giuffra
Heterofobia, por Franco Giuffra
Franco Giuffra

No tengo claro en qué momento la palabra ‘homofobia’ se convirtió en el insulto de moda, pero comprendo que ahora tiene la versatilidad de una navaja suiza: sirve para todo. Con ese sambenito es posible despachar a cualquiera que no piense como uno cuando se trata de creencias, prácticas y derechos en relación con la homosexualidad. 

Es como un sombrero de talla única. Homofóbica es la madre que tiene una hija gay pero duda si será bueno que algún día adopte niños; homofóbico es el abuelo que no entiende bien qué hacen dos caballeros debajo de las sábanas; homofóbicos son todos los musulmanes, cristianos y judíos que siguen los preceptos de su religión; y homofóbicos son, por supuesto, los grupos extremistas que en todo el mundo combaten la homosexualidad. Además de Bambarén, sin duda.

A todos ellos les cae por igual la chapa de retrógrados. Todos, incluso quienes no tienen muy clara su posición sobre los temas controversiales alrededor de la homosexualidad, son cucufatos y trogloditas. Una mayoría, tal vez, pero una mayoría compuesta por “escoria”, como lo resumió un conocido periodista viajero. Opinar contra todos estos apestosos se ha vuelto, en consecuencia, políticamente correcto, señal de modernidad y pendón de superioridad moral. 

Me parece que existe una tremenda pereza mental en el recurso fácil de resumir el problema de los derechos homosexuales a una cuestión de defensores versus opositores; de buenos y malos; de gentes modernas y respetuosas contra una manga de neandertales recalcitrantes. De los que quieren amar, en fin, y los que se lo prohíben. 
Creo que no es tan sencillo. Porque tal vez entre los miserables homofóbicos haya muchas personas de buena voluntad pero que no entienden bien el asunto. Que fueron criados de una determinada manera y que no saben cómo encajar las nuevas piezas. 

Quizá existan quienes no tienen nada malo contra los gays, pero que dudan de las consecuencias de aprobar una reforma o que simplemente tienen temor al cambio. Señoras que trabajan, doctores que son padres de familia, jóvenes que hacen deporte, estudiantes y artistas. Gente común y corriente que piensa o cree distinto, o que ni siquiera tiene muy claro qué piensa o cree sobre el tema.

No todos estos pezuñentos inmundos odian a los gays, como les correspondería en su condición de homofóbicos. Algunos entenderán mejor el amor y la atracción física homosexual y quizá la hayan incluso experimentado. Otros creerán que la unión civil está bien, pero no el matrimonio. O que el matrimonio puede ser, pero no la adopción. O que dos personas del mismo sexo pueden funcionar como familia, pero tal vez no dos transexuales.  

Quizá algunos de los cochinos homofóbicos empiecen a procesar estos temas si no se les ataca como a perros con rabia. Es posible que se avengan mejor a considerar cuán cerca y cotidiana puede ser la homosexualidad si la pudieran ver y sentir de una forma menos combativa e insultante. 

A lo mejor una parte de esos supuestos tres millones de homosexuales peruanos quiere salir de la clandestinidad para hacer contacto con los terribles homofóbicos, en lugar de enviar en su lugar a sus aguerridos simpatizantes heterosexuales, que tan mal los defienden y representan. En una de esas, si le ponemos caras y nombres a la homosexualidad en el Perú, resulte más fácil hablar entre personas y no entre enemigos.