La informalidad, por Iván Alonso
La informalidad, por Iván Alonso
Iván Alonso

La es una de las preocupaciones recurrentes del país. Dice la sabiduría convencional que su baja productividad la convierte en un lastre para nuestra economía. Mientras no nos deshagamos de ella, no podremos despegar.

Hace tiempo que este argumento dejó de convencernos. Seguramente las empresas informales son, en promedio, menos productivas que las formales. Pero eso no es, en sí mismo, un problema. En toda economía hay un amplio rango que va de unas empresas de muy baja productividad a otras de altísima productividad, del negocio unipersonal con poco capital y pocas ventas a la gran empresa, intensiva en capital, que produce millones de soles por trabajador.

La baja productividad no es consecuencia de la informalidad. Si lo fuera, bastaría que una empresa se formalice para aumentar casi de inmediato su productividad y, por lo tanto, sus utilidades. ¿Quién sería tan insensato como para no hacerlo? Tampoco es evidente que la baja productividad sea la causa de la informalidad. Una empresa poco productiva puede evitar los costos que el mundo de la formalidad impone, pero difícilmente puede evadirse de esa suerte de sistema tributario informal erigido por inspectores de todo tipo.

Quizá sea más difícil explicar las causas de la formalidad que las causas de la informalidad. ¿Qué es lo que mueve a una empresa a cumplir con todos los requisitos legales para operar? La informalidad parecería ser el estado natural de las cosas. Uno no tiene que pedir permiso a nadie para querer ganarse la vida. Es obvio que para una mayoría de empresas en el Perú la formalidad no ofrece beneficios que justifiquen sus costos. Al contrario, muchos de los requisitos de la formalidad les parecen absurdos, y algunos seguramente lo son.

Los empresarios formales puede que sean moralmente superiores; o simplemente, por la escala de sus operaciones o la naturaleza de su actividad, se saben más visibles a los ojos de la autoridad. Donde la visibilidad en menor, como en los servicios personales prestados al consumidor final, la informalidad es y probablemente seguirá siendo la regla. Una empresa que contrata a un pintor necesitará un comprobante para acreditar el gasto, pero uno no se imagina al jardinero de la señora Quispe entregándole recibos por honorarios.

¿Qué daño hace, en realidad, la informalidad a la economía nacional? La informalidad no es sinónimo de mala calidad ni de cumplimiento tardío o defectuoso. Hay carpinteros y sastres que, en nuestra experiencia, hacen un trabajo excelente en el plazo acordado. No son todos, pero son. Las empresas formales tampoco tienen un historial impecable de cumplimiento y calidad. Puede ser más difícil reclamarle al informal, pero el consumidor es (o debería ser) perfectamente consciente de ese riesgo, y el precio que paga lo compensa.

La omisión de impuestos no es necesariamente mala para el funcionamiento del sistema económico, habida cuenta de que los ingresos fiscales muchas veces se disipan por ineficiencia o corrupción. Otra cosa es que sea inequitativo que unos paguen impuestos y otros no. La formalización permitiría al fisco recaudar lo mismo aun bajando las tasas de los distintos impuestos. Eso sí mejoraría el desempeño de nuestra economía porque las distorsiones que causan los impuestos crecen más que proporcionalmente con las tasas de los mismos.