Una receta infalible para el fracaso de la política como solución a los conflictos, inevitables en toda sociedad, es satanizar a tu rival. Se gana poco en entendimiento y se pierde mucho en recursos y tiempo. Muchas veces, en el análisis, confundimos los aspectos positivos (lo que es), de los normativos (lo que debe ser). Algo de eso se está viendo en ciertas esquinas a raíz de la invasión rusa a Ucrania, pero es un fenómeno que trasciende fronteras y disciplinas.
En una entrevista la semana pasada en “The New Yorker”, John Mearsheimer reeditó una antigua controversia al insistir en una tesis que ya había esgrimido hace varios años, responsabilizando a EE.UU. y a Occidente, a través de la Unión Europea (UE) y la OTAN, por la crisis en Ucrania, basado en principios teóricos del realismo (no es la primera vez que menciono a Mearsheimer y el realismo en esta columna). Solo recordemos que, en su visión de la política de las grandes potencias, los países reaccionan en defensa de su interés nacional, buscando preservar su seguridad antes que todo.
Como buen realista, para Mearsheimer no hay actores individuales ni domésticos en el sistema internacional. Esta reacción es rusa, se entiende, y va más allá de lo que Vladimir Putin u otro mandatario quiera. Como recordó en un hilo a raíz de esta polémica el profesor Paul Poast, también de la Universidad de Chicago (a seguirlo en Twitter), ya desde la década de los 90 Boris Yeltsin había advertido de que la expansión de la OTAN haría que “las llamas de la guerra” exploten por toda Europa. Empujar la alianza hacia el Este solo podía ser tomado como un acto de provocación en Rusia.
No en vano la OTAN, como decía Lord Ismay, su primer secretario general, fue creada con el propósito de mantener a los estadounidenses dentro, a los soviéticos fuera y a los alemanes bajo (control). El ingreso de Ucrania a la UE y, en especial, a la OTAN, solo podría ser percibido como un acto hostil por Rusia al ver a estas organizaciones entrometidas en su barrio.
Y así como los realistas soslayan las preferencias de los líderes, como Putin, también ignoran a la sociedad. Muchos han señalado que no se puede dejar fuera la agencia de los ucranianos, que en más de una ocasión han mostrado su expresa voluntad de aproximarse a la UE y a la OTAN.
Se puede discutir, como lo hace Poast, si el impulso de Putin es imperialista o no, cosa que Mearsheimer minimiza por ser poco racional (aunque ha sido la ruina de otros países ir más allá de lo que sus recursos les permiten). Pero algo sin duda importante es que hay mucho más en el análisis que demonizar a Putin (aunque sus acciones deberían tener drásticas consecuencias en el sistema jurídico internacional). Lo traía a colación otro profesor de Chicago, Chris Blattman, revisando un volumen sobre la guerra en Afganistán y la negativa de la administración del expresidente estadounidense George W. Bush a incluir a los talibanes en un eventual acuerdo de paz a principios de siglo por motivos principistas.
Hay una (o varias) lecciones que Blattman rescata de aquel episodio, que extrapola a la situación en Ucrania y que bien podríamos tener presente por estos lares, guardando las obvias distancias. Pensando en el poder e influencia de los talibanes, pensando en el poder e influencia de Putin, y pensando en las consecuencias de ese poder; ya que, siempre que se cierra la puerta de la política, se abre la de la violencia, y nos quedamos sin llegar a una resolución pacífica para una crisis que en Afganistán ha permitido que los talibanes dominen ahora casi todo el país y que, en Ucrania, va cobrando la vida de miles y el éxodo de millones de seres humanos.