(Foto: Violeta Ayasta. Grupo El Comercio)
(Foto: Violeta Ayasta. Grupo El Comercio)
/ violeta ayasta
Andrés Calderón

Personalmente, no iría a protestar frente a la casa de un periodista. Pero hacerlo pacíficamente no puede significar un atentado contra la libertad de expresión. Todo lo contrario.

La protesta pacífica se realiza en espacios públicos como la calle. Distinto sería si habláramos de un acceso no autorizado a propiedad privada. El lugar y la hora de la manifestación se definen normalmente por quienes quieren hacer oír su voz de manera más efectiva, y los límites deben determinarse caso por caso.

No es mi propósito quedarme en el análisis de un supuesto específico. Menos aún cuando involucra a una persona que se desvive por ser el centro de atención a cualquier costo… ajeno, por supuesto.

Me interesa, más bien, explorar las razones que subyacen a este tipo de expresiones, y responder a la interrogante de si el cuestionamiento público a un periodista supone un ataque contra la libertad de prensa.

Empecemos por entender que el ejercicio de la liberad de expresión, cuando tiene como destinatario a la prensa, no se limita a una decisión de consumo. Una persona no expresa su descontento con un medio de comunicación solamente cambiando de canal, de la misma forma que la democracia no se practica exclusivamente votando cada cinco años. La opinión pública, individual o colectiva, en redes sociales o en las calles, son formas también legítimas de expresarse, como también lo es reclamar a los auspiciadores.

Quienes afirman que un boicot califica como ‘acoso’ desconocen su origen y práctica desde el siglo XVIII, y la protección que ha recibido por jueces y tribunales en el mundo. Después de todo, la libertad de expresión también incluye “persuadir a las personas de tomar acción, y no simplemente describir hechos” (Thomas v. Collins, Corte Suprema de EE.UU.). En un mundo predigital, quizá la única reacción pública que recibía un periodista era una fría gráfica con su ráting del día. Pero hoy, los ciudadanos han encontrado en Internet y, más específicamente, en las redes sociales, un mecanismo más directo para comunicarse con los comunicadores.

Y las redes sociales no solo sirven como vasos dialogantes sino también como espacios de formación de comunidad, para pesar de los políticos jurásicos y los fanáticos de las teorías de la conspiración. No se requiere un partido político ni un financista billonario en Estados Unidos para aglutinar el descontento ciudadano.

Lo que me lleva al siguiente punto: ¿puede una “opinión discrepante” desencadenar un rechazo masivo solo por ser disidente?

Ciertamente, al silenciar los pensamientos discordantes cerramos la puerta al diálogo. Al menos, con quienes quieren legítimamente dialogar. La llamada “cultura de la cancelación” encarna el peligro del totalitarismo.

Sin embargo, llamar a toda protesta pública “cancelación” es un sánguche mixto de intolerancia y soberbia. Porque, valgan verdades, marchas no se organizan todos los días, y mucho menos frente a casas de periodistas. Y si un periodista cree que ese ejercicio espontáneo es un atentado contra la libertad de expresión sin hacer una introspección sobre cómo viene practicando su oficio, es probablemente porque su ego ha empañado demasiado sus anteojos.

Resulta irónico que los defensores del conservadurismo y statu quo político, que han tenido cámara y micrófono a disposición durante décadas, sean los mismos que ahora denuncien una suerte de censura. No se trata de censura. Ellos mantienen todo el derecho de seguir hablando, como los políticos retienen todo el derecho de seguir postulando. Pero los ciudadanos también tienen el derecho de responderles.

Amiga, date cuenta: no has perdido tu derecho, desperdiciaste tu privilegio.