¿Es posible un golpe?, por Fernando Rospigliosi
¿Es posible un golpe?, por Fernando Rospigliosi
Fernando Rospigliosi

Cuando el viernes 14 una mayoría de congresistas votó por la abstención y no ratificó al Gabinete presidido por René Cornejo, los congresistas humalistas empezaron a gritar el estribillo “¡Disolver, disolver!” en alusión al término que usó Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992 cuando anunció el golpe de Estado que, entre otras cosas, disolvió el Congreso. Era una amenaza ramplona.

El lunes 17, en una entrevista con Augusto Álvarez en ATV, Mario Vargas Llosa fue más lejos y anunció que hay “una situación pregolpista”. Y añadió que esto le recordaba “las situaciones finales del primer gobierno de Belaunde que creó el estado que permitió el golpe del general Velasco. Eso es algo que podría ocurrir”. (“La República”, 18/3/14).
En realidad, eso es algo que no puede ocurrir ahora. No existe ninguna posibilidad de un golpe como el del 3 de octubre de 1968, cuando los militares, aprovechando el desbarajuste político provocado por el Apra y el odriismo, derrocaron a Fernando Belaunde e instauraron una dictadura institucional de las Fuerzas Armadas.

Ese fue un período en el que los militares en el Perú –y América Latina– se creían en el derecho y el deber de gobernar para transformar el país de acuerdo con sus ideas políticas. Fue justamente en el Perú donde se iniciaron las dictaduras institucionales de las FF.AA., en julio de 1962 cuando derrocaron a Manuel Prado e instalaron una junta militar. Hubo varias otras después, en Brasil (1964-1985), Chile (1973-1990), Argentina (1976-1983), etc. Algunas de derecha, otras de izquierda, pero con características comunes. Por ejemplo, no buscaban la legitimidad en las elecciones sino en las transformaciones que realizaban, y se apoyaban básicamente en la fuerza de las armas.

Esas dictaduras institucionales terminaban con una transición ordenada y pactada.
El Perú tuvo también el triste privilegio de iniciar un nuevo ciclo de dictaduras personalistas en América Latina en 1992 con el golpe de Fujimori y Vladimiro Montesinos. Esa fue una dictadura caudillista, como las que habían existido siempre en el continente hasta la aparición de las dictaduras institucionales.

Los militares participaron en este caso apoyando la iniciativa de Fujimori y Montesinos, pero sin ideología ni proyecto político, simplemente para llenarse los bolsillos de dinero.
Las dictaduras personalistas realizan regularmente elecciones amañadas, que siempre ganan los caudillos, y terminan con la muerte del dictador o con él fugándose con la maleta llena de dólares. No hay transición ordenada.

Hoy día no existen Fuerzas Armadas con mandos ideologizados, como en las décadas de 1960-70. El contexto internacional también ha cambiado sustancialmente. No hay, por tanto, posibilidad alguna de que se repita un golpe como el de Velasco. Lo que eventualmente sí podría suceder es un golpe como el de Fujimori y Montesinos, y el único que podría darlo sería Ollanta Humala, que se ha encargado de desinstitucionalizar y controlar el Ejército con generales adictos desde el primer día.

El actual comandante general fue ascendido irregularmente por Humala el 2012, porque fue su instructor y es de su arma, artillería. Reemplaza a los de la promoción de Adrián Villafuerte, a la espera de que los de la promoción del propio Humala estén en condiciones de asumir el cargo.

El único golpista en actividad política hoy es Humala, que lo intentó dos veces sin éxito y que es demócrata por conveniencia, no por convicción.

Por lo demás, todo indica que la versión tremendista de Vargas Llosa, que no había estado siguiendo la política peruana al detalle pues acababa de llegar de un largo viaje en el exterior, fue producto del mensaje que le hizo llegar la pareja presidencial y que el escritor creyó de buena fe.

Las declaraciones del presidente Humala parecen confirmarlo. De inmediato proclamó: “La opinión de Mario Vargas Llosa es una opinión fresca, certera, le duela a quien le duela. Yo creo que es la verdad”. Es decir, un juego en pared.

En suma, no ha habido ninguna intención ni acción golpista de la oposición, que ha actuado dentro del marco de la legalidad y la democracia para zamaquear a un gobierno arrogante. Por supuesto, es legítimo discrepar de la oposición y respaldar al gobierno, como hace Vargas Llosa, pero no es cierto que expresar la insatisfacción con el desempeño del gobierno constituya una acción conspirativa y golpista. Insatisfacción que, por lo demás, comparte una gran mayoría de la población, que no está manipulada por medios de comunicación perversos, sino desengañada de un gobierno inepto.