"Gran parte de los catalanes consume información política a través de medios locales, los cuales plantean una agenda pública diferente a la del resto del país". (Foto: Archivo El Comercio)
"Gran parte de los catalanes consume información política a través de medios locales, los cuales plantean una agenda pública diferente a la del resto del país". (Foto: Archivo El Comercio)
Enzo Defilippi

Decía Ortega y Gasset que el problema catalán era uno que no se podía resolver, sino solo conllevar. Y parece que muy mal se conlleva en estos días, a decir de las imágenes de policías apaleando votantes que hemos visto el domingo último.

La Constitución española de 1978 les otorgó a los catalanes autonomía para decidir sobre una gran parte de su vida política. Y por años, ello fue suficiente. El problema actual es que, ya sea por legítimas reivindicaciones históricas o por políticos demagogos que no cesan de vender aire, muchos catalanes sienten que este arreglo ya no les alcanza.

Las divisiones entre Cataluña y el resto de España han venido profundizándose desde que, en el 2010, el Tribunal Constitucional anuló los artículos de un nuevo Estatuto catalán que iban más allá de la autonomía. Desde entonces, más por torpeza política en Madrid que por astucia en Barcelona (en medio de una durísima crisis económica y escándalos de corrupción), el apoyo a la independencia fue aumentando (aunque sin alcanzar una clara mayoría como la que probablemente generarán los sucesos del domingo pasado).

Es necesario tener en cuenta algunos hechos para entender lo que está ocurriendo. El primero es que, como señala José María Pérez Medina en “El País”, Cataluña cuenta con un espacio de debate público diferente del resto de España. Gran parte de los catalanes consume información política a través de medios locales, los cuales plantean una agenda pública diferente a la del resto del país. No es de sorprender, entonces, que en Cataluña muy pocos voten por el Partido Popular, el más votado en España. Sus propuestas buscan solucionar problemas diferentes.

Este desacoplamiento explicaría también por qué el enfrentamiento entre los gobiernos español y catalán ha llegado a estos extremos: ambos temen ser castigados por sus votantes si hacen las mutuas concesiones que tendrían que hacer para llegar a un arreglo político razonable. Una irresponsabilidad compartida, por cierto, explicada porque buscan servir a diferentes amos.

Por otro lado, parece ser poco probable que se produzca una real independencia catalana aun si esta es declarada. Como señala el historiador Josep Fontana, ello “implicaría que el gobierno de la Generalitat tendría que pedir al Gobierno de Madrid que tuviera la amabilidad de retirar de Cataluña al Ejército, la Guardia Civil y la Policía Nacional, y renunciar pacíficamente a un territorio que le proporciona el 20% del PBI. Es un escenario imposible”. Asimismo, si bien la comunidad internacional ha condenado los excesos del domingo, ningún gobierno extranjero apoya la independencia. De hecho, la Unión Europea ya ha dicho que de producirse, Cataluña quedaría fuera.

Asimismo, la república catalana, si alguna vez nace, lo haría tremendamente endeudada. Entre la parte proporcional de la deuda española, la propia y otros compromisos contraídos, se estima que esta ascendería a unos €250 mil millones, es decir, el 120% de su PBI. Y si bien dejaría de mandar dinero a Madrid, probablemente saldría perdiendo al quedar fuera de la Unión Europea y tener que mantener un Estado soberano.

¿Qué mejor país puede ofrecerle a los catalanes un Estado sin recursos gobernado por políticos pocos responsables? No lo sé. Para eso se quedan en España, que está igual.