Gonzalo Ramírez de la Torre

Un grupo de “lectores de sensibilidad” de la firma Inclusive Minds (Mentes Inclusivas, en español) fue contratado por la editorial Puffin Books para editar la obra del escritor británico (1916-1990), conocido por sus libros infantiles. El objetivo, en palabras de los responsables de los derechos del artista, ha sido editar el lenguaje de las obras para hacerlo menos ofensivo y más inclusivo, con especial énfasis en las alusiones hechas a la raza, género, salud mental y apariencia de algunos de los personajes.

El resultado es que cientos de palabras en por lo menos 10 libros de Dahl han sido eliminadas o alteradas. Y algunas de las descripciones más entrañables del autor han sido higienizadas para que libros escritos entre 1940 y 1988 se ajusten a las abundantes sensibilidades del siglo XXI.

Así, como ha reportado “The Daily Telegraph”, en “Matilda” Matilda ya no lee a Rudyard Kipling, sino a Jane Austen, y la famosa profesora Tronchatoro ya no es una “fémina formidable”, sino una “mujer formidable”. En “Las brujas”, por otro lado, la descripción de una bruja haciéndose pasar por una cajera en un supermercado ha sido modificada para convertirla en una científica (una victoria notable para el feminismo mundial, imaginamos). Y en “Charlie y la fábrica de chocolate”, el rechoncho Augustus Gloop ya no es “enormemente gordo”, sino solo “enorme”, pues todas las alusiones al término ‘gordo, da’ han sido extirpadas de los libros de Dahl. En la misma novela, los conocidos Oompa-Loompas ahora son de género neutro, pues ya no se les describe como “pequeños hombres”, sino como “pequeñas personas”. Y, a lo largo de todos los libros, términos como ‘locura’ y sus derivados han sido eliminados.

En este caso, la de los libros de Dahl –porque eso es lo que es– ha sido llevada a cabo con la anuencia de los dueños de los derechos del autor. En ese sentido, la legalidad de la jugada es innegable. Pero que se haya asumido que este proceso de edulcoración de sus libros era necesario dice mucho de la valoración de la libertad de expresión en el mundo. Y es que en nombre de “no ofender” se termina por desconocer lo que el autor quiso decir y el efecto que quiso generar. Claramente una bruja científica es menos aterradora que una bruja cajera, que habita espacios recorridos cotidianamente por los lectores, pero ese, por ejemplo, es un recurso pulverizado en nombre de una agenda política moderna, ajena a un autor que murió hace 33 años.

En el caso de Dahl, como se ve, la censura se ha consumado, pero en nuestro tiempo sobran ejemplos de intentos por acallar obras que transgreden lo que algunas élites intelectuales consideran “correcto” o “moral”. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con la jueza suprema estadounidense Amy Coney Barrett, cuyo contrato con Penguin Random House casi fue saboteado por algunos empleados de la editorial, molestos por su posición sobre el aborto.

Se puede estar en las antípodas políticas de una o más personas, pero buscar bloquear la libertad de expresión de estas solo precariza el debate de ideas a cambio de imponer conformidad ideológica. En el caso de los libros, no se debe buscar que estos hagan felices a todos sino, por el contrario, que sean puntos de partida para la reflexión y el debate. Y en atentar contra esto parecen estar hermanados los conservadores más recalcitrantes con los progresistas que más se llenan la boca con su versión de la tolerancia.

Muchos políticos y escritores, como Salman Rushdie, han cuestionado lo que se ha hecho con la obra de Dahl. Y la verdad es que la preocupación, más que por el asalto ‘woke’ a la fábrica de chocolate, es por el futuro de las ideas en el planeta. Tenemos que hacer que prevalezca la libertad.