El contralor Edgar Alarcón adelantó que no piensa renunciar a su cargo pese a la denuncia en su contra que está en manos del Congreso de la República. (Archivo El Comercio
El contralor Edgar Alarcón adelantó que no piensa renunciar a su cargo pese a la denuncia en su contra que está en manos del Congreso de la República. (Archivo El Comercio
Enzo Defilippi

Tengo la impresión de que las noticias de las últimas semanas nos están haciendo perder la perspectiva sobre cuál es el problema de fondo con la contraloría. No, no es la ética, ni los autos, ni los supuestos sesgos políticos del contralor. Eso es circunstancial. El verdadero problema es el funcionamiento del sistema de control del Estado.

En una empresa, a nadie le parecería razonable que los auditores cuestionen las decisiones del directorio. Bueno, esto es común en el Estado. La contraloría (los auditores del Estado) ha llegado a cuestionar hasta los criterios técnicos con los que Pro Inversión otorga asociaciones público-privadas desde hace más de 15 años. ¿La razón? Consideran que los suyos son más razonables. Poco importa que la institución especializada en estos temas sea Pro Inversión, no la contraloría. Lo mismo ocurre con otras instituciones del Estado.

¿Quién es el culpable de esta situación? ¿El contralor? No. ¿Los auditores, que no tienen por qué saber que no conocen suficiente de APP, de finanzas o de gestión pública? Tampoco. El principal responsable es un sistema que permite a los auditores cuestionar lo que quieran. Es decir, la inexistencia de un mandato claro que diferencie entre supervisar el uso de los recursos públicos e interferir en las decisiones de gestión del Estado.

El otro gran responsable de esta situación es el Poder Judicial. Si fuese eficiente y confiable, poco importaría una denuncia basada en opiniones poco informadas. Pero todos sabemos que no es así. El “terror a firmar” de los funcionarios peruanos no se debe tanto a la mala interpretación que pudiese hacer un auditor de sus decisiones, sino a la espada de Damocles que penderá sobre su cabeza cuando se produzca una denuncia. Saben que, sin importar cuán transparente y bien fundamentada haya sido su decisión, probablemente perderán diez años en procedimientos judiciales con resultados imposibles de prever.

Asimismo, como la imposición de sanciones por corrupción depende del Poder Judicial, no de la contraloría, poco le importa a esta última que las denuncias sean justas o estén bien hechas. Y allí está la fuente del excesivo poder que goza hoy: la capacidad de hacer denuncias sin importar si son razonables o están bien fundamentadas.

Por otro lado, esta misma situación explicaría por qué el sistema no previene la corrupción. Si un funcionario corrupto se libra de la cárcel, el culpable será el Poder Judicial, no quien hizo la denuncia (por más débil que sea). ¿Qué incentivo tiene la contraloría para hacer denuncias sólidas? Más importante aún, ¿cuál es el incentivo para evitar denunciar gente inocente?

Este es el terrible sistema que hemos creado. Uno que no reduce la corrupción, impone altísimos costos a la gestión del Estado y espanta a los buenos profesionales. Su reforma profunda es urgente, y debería empezar por hacer que el contralor rinda cuenta por sus actos (hoy su permanencia no depende de ningún indicador de desempeño) y la creación de un comité independiente que filtre las denuncias irrazonables o mal fundamentadas. La reforma debe incluir al Poder Judicial, porque de lo contrario, muy poco habrá cambiado.

Ninguno de estos problemas, los verdaderamente importantes, tienen que ver con el contralor. No perdamos la perspectiva.