Alan: El fin del mito, por Marco Sifuentes
Alan: El fin del mito, por Marco Sifuentes
Marco Sifuentes

Hace diez años viajé por casi todo el Perú junto a Alan García. El programa para el que trabajaba me encargó cubrir su campaña para la segunda vuelta del 2006. Asistí a mítines al borde del delirio, como en Casagrande, en el que las masas vibraron casi tres horas seguidas con él. También lo vi recibir huevos en una calle de Cusco. Podía ser muy campechano y divertido, pero también aprendí que si querías hacerle preguntas incómodas, lo mejor era ingeniártelas para estar a solas con él. De lo contrario, si las realizabas delante de los otros reporteros, lo más probable era que se pusiera gallito y todo terminara en show. A solas no podía resistir la tentación de enfrascarse en un ajedrez retórico; delante de todos, su ego no podía soportar la sensación de que querías humillarlo.

Recordaba todo esto mientras lo veía sufrir esta semana en RPP y “Buenos Días, Perú”, y antes, delante de los ronderos de Cuyumalca, y lo veía apelar a Idice, Mario Hart y eso de que nueve de cada diez brujos pronosticaban que sería presidente. ¿Qué ha pasado con ese prodigio político al que todos temían y del que varios pensábamos que pasaría a segunda vuelta? Dos palabras: sobrevaloración y desfase.

Lo de la sobrevaloración puede ilustrarse con otro recuerdo del 2006. Cuando ya era evidente que iba a ganar, le pregunté si Ollanta Humala no era lo mejor que le había pasado. García respondió que en política no ganaba el más simpático, sino el que le resultaba útil al elector. En ese momento, él era una herramienta para evitar que el chavismo ganara en el Perú. Gran observación, desprovista de ego. Lástima para él que no pueda aplicarse en el 2016, cuando todos los candidatos punteros plantean exactamente lo mismo que aplicó él en su gobierno.

García es un brillante político, gran complotador y excelente polemista. Pero todo eso tiene el límite de la realidad, que, en el caso de su segundo gobierno, tiene varios nombres (Bagua, petroaudios), pero uno, en medio de la ola de inseguridad ciudadana, destaca sobre todos: narcoindultos. ¿Quién, con ese pasivo tan reciente, puede colocarse como el mal menor a algo?

Hay otro límite de la realidad: el desfase. Sí, claro, García sabe manejar muy bien los medios masivos, a través de una ganadora fórmula que combina diversos tipos de relaciones interpersonales con dueños de medios y líderes de opinión, pero eso le sirve cada vez menos. No es casualidad que ninguno de los dos periodistas que lo pusieron en aprietos esta semana hayan sido entrevistadores entre el 2006 y el 2011. No los tenía en el mapa. Y tampoco es casualidad que la mayoría de gerentes de los canales de televisión, a diferencia de hace pocos años, sean extranjeros. ¿A quién va a llamar?

Esas continuas presiones a los medios, durante su gobierno, terminaron desplazando el debate político de la televisión a Internet, que García no entiende en absoluto y con la que nunca antes había tenido que lidiar. Ahora la juventud aprista se le puede poner sabrosa desde Facebook por convocar a faranduleros. Ahora un youtuber puede recordarle, en cuestión de minutos, que sí dijo eso que dice que no dijo, y viralizarlo hasta que tenga más vistas que televidentes de un noticiero. 

El Alan que conocí y se daba baños de pueblo podría haber tenido una mayor sensibilidad para estos nuevos escenarios. El Alan del 2016, post cocteles de la Confiep, cree que el PPC le aporta algo, que alguien cree en una portada de “Expreso” y que Mario Hart es un líder juvenil. El traje del emperador no existe.