"Se fabricó una marca muy poderosa para un electorado no programático, las obras públicas en la marginalidad de una ciudad en pleno ‘boom’ de crecimiento económico". (Foto: Archivo El Comercio)
"Se fabricó una marca muy poderosa para un electorado no programático, las obras públicas en la marginalidad de una ciudad en pleno ‘boom’ de crecimiento económico". (Foto: Archivo El Comercio)
Carlos Meléndez

La palabra se ha devaluado en los dominios de la política. La promesa verborrágica se ha asociado con engaño, engatusamiento y traición al electorado. Cuando la habilidad del floro no acompaña al político de turno, este busca convertir la limitación en mérito. “Mis obras hablarán por mí”, suele repetir sin originalidad. Este giro, astutamente empleado, permite legitimar cierto pragmatismo. Es decir, la obra pública justifica los medios. Pero esa máxima de la política peruana contemporánea es peligrosa porque oculta amenazas potenciales a la institucionalidad: corrupción, autoritarismo y arbitrariedad en la gestión estatal. Así, se hermanan el silencio como política pública y el “roba pero hace obra” como ‘motto’ antipolítico.

El alcalde de Lima, , lleva más de una década (2003 al 2010 y del 2015 a la actualidad) gobernando nuestra capital. Durante el primer período de su gestión (incluyendo una reelección interrumpida por sus ambiciones presidenciales), gozó de una alta aprobación. Se fabricó una marca muy poderosa para un electorado no programático, las obras públicas en la marginalidad de una ciudad en pleno ‘boom’ de crecimiento económico. La relativa caída en los índices de apoyo durante su actual período –aunque este sigue siendo más sólido de lo que sus detractores alucinan– se explica por el desprestigio de su sello personal. El derrumbe de un puente peatonal –que une El Agustino con San Juan de Lurigancho– en medio de una emergencia climática golpeó la esencia de su estilo de gobierno. Lo que no pudo el conjunto de acusaciones de corrupción en su contra lo logró el infortunio que develó la fragilidad del cemento.

Castañeda tuvo éxito en representar políticamente nuestra peor versión de comunidad. Lima, la tierra prometida del migrante emergente, se convirtió en reino de la informalidad y la ilegalidad. No hay “modelo” de planificación urbana sino el “piloto automático” de la improvisación. Somos un remedo de ciudad, un conglomerado urbano segregado por nuestros prejuicios de estatus, raza y billetera. El alcalde se ha convertido en cómplice activo de nuestro subdesarrollo al imponer el concreto armado como “cortina de humo”, para distraernos de nuestro fracaso como metrópoli. El ‘mudo’ nos quiere ciegos. El cemento como antipolítica –sin instituciones ni ‘accountability’– es caldo de cultivo para la corrupción, la soberbia y el gobierno mediocre.

Un grupo de vecinos ha salido a las calles en busca del milagro: hacer hablar a un mudo. Amparados en la Ley de los Derechos de Participación, #HablaCastañeda ha recolectado más de 25 mil firmas limeñas para que el burgomaestre responda 108 preguntas (en 17 temas) sobre la administración de la capital. El miércoles 21 de junio, estos activistas (voluntarios no remunerados) presentarán los planillones ante la autoridad competente (JNE), dado que el concejo edilicio ha obstaculizado la posibilidad de otros mecanismos más directos de intercambio, como el cabildo abierto. Estamos ante un caso ejemplar de activismo cívico –el cual saludo y apoyo– que más allá de exigir rendición de cuentas, intenta recuperar la palabra en la política, la palabra del ciudadano común.