Cada vez que tocamos el tema de la violencia contra la mujer, hacemos un análisis exhaustivo de las maltratadas: hurgamos en sus estilos de vida, detallamos su grado de instrucción, indagamos sobre las condiciones de convivencia que las unen a su agresor. Buscamos salidas que las empoderen, planeamos cómo protegerlas, nos quejamos de que la policía no las atiende, de que los jueces no las escuchan. Les recomendamos clases de defensa personal, les sugerimos que tengan independencia económica. Diseñamos talleres, grupos de apoyo y redactamos innumerables notas periodísticas en las que la protagonista siempre es la mujer con el ojo morado, con los pelos revueltos.
El hombre, curiosamente, casi nunca aparece. Es como si se tratara de un fantasma, del que ignoramos su nombre, su estilo de vida, sus antecedentes familiares. El 90% de estudios que he leído sobre violencia contra la mujer nos dice todo acerca de las víctimas y nunca trae información pertinente sobre los victimarios. ¿Se han preguntado por qué del agresor no se habla? ¿Se han puesto a pensar por qué cuando finalmente se le da protagonismo (como en la infame entrevista de “Caretas” a Adriano Pozo) es para victimizarlo?
Hace mucho tiempo, una de las cosas que más me inquieta de la violencia contra la mujer es que debe ser el único delito en el que más importante resulta analizar a la víctima que al victimario. Debe ser el único acto violento en el que automáticamente se duda del agredido.
A diferencia del perro pateado o del niño golpeado que despiertan ansias de protección; la mujer masacrada despierta sospecha. Suscita la inevitable pregunta, que salta en comisarías, confesionarios y conversaciones de sobremesa, “¿qué habrá hecho pues?”.
Y eso se debe a que está tan normalizada la violencia de género en nuestra sociedad que hemos asumido, por defecto, que los hombres deben abusar, que están diseñados para agredirnos. Por eso lo tratamos como si fuera un hecho normal o esperable. Por eso todas las soluciones al problema pasan por que la mujer aprenda a defenderse y no por que el hombre deje de golpear.
Y ya es hora de que nos demos cuenta de que eso debe cambiar. Por eso este 13 de agosto les pido que marchemos no solo para que nos dejen vivir en paz, sino para que los abusadores dejen de convivir alegremente entre nosotros sin recibir sanción alguna. Ya llegó el momento de decir basta y ese empresario, ese padre de familia, ese congresista, ese ex ministro, ese albañil, ese ingeniero, ese abogado, ese hombre tan respetable que maltrata a su mujer debe saber que de ahora en adelante será señalado como lo que verdaderamente es: una verdadera bestia.