La desigualdad ideal, por Richard Webb
La desigualdad ideal, por Richard Webb
Richard Webb

¿Toda desigualdad es indeseable? ¿Qué hacemos entonces con el mérito, el esfuerzo propio, el afán de superación, con el talento individual para algún trabajo, arte o deporte? ¿Deberíamos frenar toda esa energía individualista, castigando a sus dueños con impuestos y otras formas de redistribución, apostando sobre todo a la igualdad y a una sociedad más solidaria y políticamente sostenible?  

Un argumento para cortarle las alas al individualismo es que la desigualdad de hoy va mucho más allá de lo que puede atribuirse al mérito. La ventaja inicial que es fruto del logro individual termina siendo multiplicada por ayuditas ya no tan meritorias, especialmente la compra del poder político. Lo que empieza con la legitimidad de una recompensa al éxito propio se va convirtiendo en un resultado injusto, como es el caso con los niveles groseros de desigualdad que hoy existen en gran parte del mundo, ciertamente en el Perú, pero también en Estados Unidos e incluso en la hoy capitalista China. 

La “desigualdad ideal”, entonces, no depende únicamente de los números de una distribución de ingresos. Depende además del origen de las diferencias, algunas con un alto grado de legitimidad. Además, la legitimidad depende también del uso que se da a los ingresos. 

Un ejemplo del papel de la legitimidad fue la política redistributiva del gobierno de las Fuerzas Armadas entre 1968 y 1980. La expropiación fue mucho más agresiva con las haciendas que con las fábricas. La propiedad de los hacendados tenía un mínimo de legitimidad, por su imagen de gestión ineficiente y poca contribución para la economía nacional, y también por su historial de abuso de la población campesina. La idea de que en gran parte la hacienda era producto de robo reforzaba la impresión de extrema falta de legitimidad. En contraste, la propiedad de las fábricas gozaba de un aura de alta legitimidad, por su modernidad, su alta tasa de inversión, su papel estratégico en el desarrollo y por una historia de adquisición libre de los abusos de los hacendados.

Mi impresión es que la legitimidad de las ganancias que producen los negocios en el Perú, grandes y pequeños, ha venido aumentando durante las últimas décadas. A la vez, las políticas de expropiación y redistribución han casi desaparecido en el discurso político, por lo que cualquier propuesta redistributiva que buscara reducir nuestro alto grado de desigualdad debería formular nuevos argumentos de justificación. Un primer paso debería consistir en una aclaración filosófica de la ética de la redistribución. Un punto de partida podría ser el debate que se produjo hace medio siglo entre dos profesores norteamericanos de filosofía y ética, John Rawls y Robert Nozick. Cada uno formuló una teoría de la justicia económica buscando definir las bases para determinar una desigualdad ideal, dejando espacio para el mérito pero también para el valor de la libertad individual. La teoría de Rawls se inclinó más hacia la justicia del resultado final, la de Nozick más hacia la justicia del proceso y del valor de la libertad personal. Lo evidente es que el gran mal de la desigualdad y el gran valor de la libertad no son absolutos que existen en polos aparte. Al contrario, son valores que viven en estrecha vecindad.