El hombre del subsuelo, por Carlos Meléndez
El hombre del subsuelo, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Posiblemente, para el común de los peruanos, José Carlos Agüero –autor de “” (IEP, 2015)– es sencillamente un “hijo de terrucos”. Desde esa ubicación en la pirámide social de la memoria colectiva, el autor deambula entre los vértices de la historia oficial. Como académico, evade los sentidos comunes de quienes buscan “darle voz” a la marginalidad. No sigue los patrones sofisticados y “correctos” de “los tecnócratas de los derechos humanos” (sic); tampoco cae en el radicalismo de los perpetuadores del resentimiento (Movadef y otros). Su pelea es con la semántica de los conceptos de los “memoriólogos”, aunque no propone un marco interpretativo para no caer en la confusión. Se confiesa incapaz de tal rigurosidad.

Como narrador es una voz en off titubeante. Los personajes de su historia son inacabados. (Sus recuerdos –acepta– le juegan una mala pasada). Pierde la oportunidad de una descripción relevante de la vida cotidiana de una familia senderista por la metáfora poética. Inclusive desde la voz íntima no logra ser siquiera un personaje secundario en su propia biografía. Su subjetividad sirve de excusa, sin embargo, para ofrecernos un ensayo que –sin sobresalientes cualidades académicas y narrativas– tiene la virtud de enrostrarnos viñetas personales de una tragedia. No importa cómo lo cuente o lo interprete, su historia es en sí misma valiosa. 

Es que Agüero puede darse el lujo de no convencer ni como historiador ni como narrador, ni como científico social ni como personaje, ni como “víctima” ni como “victimario”. Él es un hombre del subsuelo y rara vez tenemos noticias de ese “más allá” tan cercano. Este “periódico de ayer” en apariencias –tan incómodo para el optimismo barato– viene en formato de arrebato personal de quien busca audiencia y reconocimiento, pero sobre todo de resonancia política. Precisamente, este ángulo explícito sobre su motivación –“los efectos morales y políticos” de compartir sus vivencias– ha quedado relegado a una crítica que se limita a la “affirmative action” para con el intelectual emergente. La interpelación de fondo queda en el aire: ¿Qué hacemos al cerrar el libro?

Agüero, también, es un hijo no reconocido de la izquierda. La historia que comparte pertenece –políticamente– a una izquierda que ha jugado a las escondidas con su responsabilidad de haber abrazado la violencia como alternativa. La novedad de su relato se origina, precisamente, en la omisión y cobardía de quienes demandan verdad, pero no predican con el ejemplo. Solo un sector académico progresista asume la promoción de la agenda de la memoria, aunque sin eco popular. 

Son los políticos –de izquierda en este caso– quienes deberían elevar los disímiles conflictos subyacentes en los testimonios de “sus huérfanos” al debate público. En las voces de “líderes de opinión” la discusión no trasciende, se frivoliza, y así, historias como la de Agüero quedan reducidas a alegatos de emo intelectual. Por eso “Los rendidos” encalla en las páginas culturales de la prensa más sensible; no en la discusión del tecnócrata rentado o del asesor palaciego.

El mundo del subsuelo tiene sus propias tentaciones. Mientras más generaciones queden sumergidas en esa dimensión paralela, la posibilidad de un conflicto –violento o anómico– seguirá al alcance de los excluidos.