Al inicio de la semana, unos 4.000 quiteños –generalmente de clase media-alta– tomaron las calles aledañas al Consejo Nacional Electoral (CNE), autoridad que hacía el conteo oficial de la primera vuelta realizada el domingo. A grito de “No al fraude”, los movilizados estaban prestos a disputar los resultados. Paradójicamente, se trataba de quienes han sido favorecidos por los mismos. A pesar de que existían razones objetivas para esperar en casa la inminencia de una segunda vuelta, el desprestigio de un régimen personalista y arbitrario contagió a quienes enarbolaban la bandera democrática. Fueron los propios “demócratas” anticorreístas quienes echaron sombras –innecesariamente– sobre la credibilidad del proceso electoral.
Se entiende la animosidad del anticorreísmo. Han vivido diez años de un régimen semidemocrático y populista. Sin embargo, contradiciendo sus antecedentes, Rafael Correa no pugnó por tentar una nueva reelección, a pesar de las maniobras legales para facilitarla. No insistió en el camino de sus colegas ideológicos como Hugo Chávez y Daniel Ortega. (Quizá esté más cerca de emular a Álvaro Uribe al patrocinar un movimiento propio sin figurar él mismo en la boleta electoral). Ello no significa que estemos ante un autócrata domesticado. La victoria parcial de Alianza País fue digerida como derrota –esperaban una victoria definitiva–, lo que avivó la amenaza de la “muerte cruzada”, dispositivo constitucional para disolver el Congreso y convocar a nuevas elecciones generales.
El anticorreísmo cayó en una guerra de nervios. Perdió sensatez y promovió inestabilidad, justificándose en apreciaciones subjetivas. Las proyecciones en base a los resultados oficiales preliminares y el oportuno conteo rápido de la ONG Participación Ciudadana anunciaban una segunda vuelta (en el Perú, recuerden un comunicado figuretti de la Asociación Civil Transparencia que descartaba victoria fujimorista sin ensayar conteo propio). Sin embargo, la demora comprensible en el procesamiento de los votos fue interpretada como fraude en marcha. Si bien había condiciones para que el gobierno intentase robar las elecciones, el proceso electoral se realizó dentro de estándares aceptables. Las irregularidades denunciadas por la oposición durante la campaña –padrón electoral con deficiencias, uso de recursos estatales a favor del oficialismo, formación presumiblemente sesgada de las autoridades electorales– no afectaron el output. No es Venezuela ni Nicaragua, donde es imposible pensar en elecciones limpias, libres y justas. En Ecuador, la autoridad electoral logró ganar autonomía y erigirse con imparcialidad, en medio de un ambiente polarizado por las presiones –tras bambalinas y callejeras– del correísmo y anticorreísmo, respectivamente.
Las movilizaciones frente al CNE tienen sentido político. Los seguidores de Lasso buscan así articular el anticorreísmo para la segunda vuelta y construir un enemigo autoritario como elemento cohesionador de cara a abril. Su “defensa de la democracia” es en realidad una estrategia política que no tiene reparos en desprestigiar un proceso electoral que cumplió con transparencia, a pesar de las condiciones adversas. Los demócratas cabales deberían saludar un proceso como el realizado en Ecuador. La democracia no solo necesita buenos perdedores, sino también buenos ganadores.