Martín Vizcarra
Martín Vizcarra
Fernando Vivas

Un 58% de aprobación (de 63% que fue hace un mes en el sondeo de Ipsos-El Comercio) permite respirar con holgura. Pero si esos cinco puntos caídos vienen de abajo, caray, hay que preocuparse.

Los sectores más críticos a son el sur (43% frente al 65% en Lima) y el DE (55% frente al 69% en el AB). Que sean del sur puede tener una comprensible explicación en la desesperación ante la insuficiente prevención y atención de los desastres. Pero que sean de niveles socioeconómicos bajos, puede delatar la percepción de que el presidente que ofreció desterrar la corrupción es, al fin y al cabo, un ‘pepenkausado’, un continuador de ese gobierno que hoy encarna la última fase de la corrupción pública privada.

Cuando Vizcarra se montó en la ola anticorrupción, eso no solo fue entendido como promesa de desbaratar organizaciones criminales y enjaular corruptos. Esa es chamba de la fiscalía y la PNP y se viene haciendo sin que Palacio intervenga. Hay algo más en esa promesa hecha por un ex gobernador de pequeña región: ajustar cuentas política y socialmente con quienes han normalizado la corrupción.

Por eso, las evidencias de sus pasados vínculos empresariales, consorciado con socios del ‘club de la construcción’, lo han golpeado. Son, hasta donde ha trascendido, sociedades legítimas; pero dejar que eso lo ventilen la prensa y sus opositores le descubre un flanco vulnerable. Y ojo a otro flanco: el de las investigaciones de los aportes oscuros en la campaña del 2016.

Que sea transparente (que suelte a su manera lo que igual saltará luego del peor modo) y que no le tiemble el pulso para echar a sus ex correligionarios es lo que gritan las encuestas. El vizcarrismo anticorrupción y semirreformista, aliado a Salaverry, a APP y a nuevas bancadas desgajadas del fujimorismo, es lo que nos permitiría llegar al 2020, el umbral desde el cual ya lo único que queda es apechugar hasta el bicentenario.

Vizcarra puede hacer varios ajustes, entre ellos buscar un nuevo primer ministro o recomponer el Gabinete para darle más peso político que técnico. Tal es la receta clásica que se prescribe a los presidentes en los últimos lustros. Pero puede hacer algo más original: develar un caso de corrupción de su propio gobierno, mostrando que no solo está surfeando la ola de la indignación, sino casándose de veras con la causa. Y que asuma, de una buena vez, que en un país donde se discrimina tanto, es un deber de sus líderes ponerse del lado de los discriminados. ¿Acaso sería insólito ver al presidente interactuando con Elena Viza, la mujer golpeada e injuriada racistamente en Arequipa? El presidente podría ayudarnos a entender que la lucha contra la corrupción es también lucha contra la discriminación.