(Foto: Archivo El Comercio)
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Carlos Meléndez

Los venideros comicios subnacionales para elegir autoridades edilicias y regionales serán los primeros que tendrán lugar con posterioridad a la crisis política que terminó con la renuncia de a la presidencia. Como ya es evidente, no hubo protestas sociales del tipo “que se vayan todos” y el indulto a tampoco generó grandes y sostenidas manifestaciones populares de rechazo ni celebración. La desafección política –quizás el principal enemigo de toda cultura cívica– domina la moral nacional y, con ese humor, acudiremos a las urnas en octubre (y noviembre, donde haya segunda vuelta).

Enfoquémonos en Lima –disculpen mi centralismo–, aunque posiblemente encontremos panoramas similares en el resto del país. Normalmente, la apatía política está asociada a la pobreza en la oferta electoral, constatable en los sondeos de opinión. Así, por ejemplo, ninguno de los postores a la alcaldía limeña genera entusiasmo. Tampoco existe una personalidad fuerte a la cual oponerse (Castañeda no puede repetir el plato). De hecho, la nueva regulación, que prohíbe la reelección inmediata, elimina prácticamente toda posibilidad de “anti”, descartando con ello un tipo de motivación política genuina, que funciona en ausencia de simpatías. No vamos a tener, siquiera, la oportunidad de elegir el “mal menor”.

Quienes se erigen como alternativas para suceder al silente alcalde son personalidades de rango medio. Aspira todo tipo de desempleado político que busca el golpe de suerte: alcaldes distritales salientes, ex parlamentarios, ex ministros y hasta analistas políticos. No son líderes que encabezan proyectos edilicios ambiciosos (como hiciera Alberto Andrade en su momento), ni dirigentes carismáticos que generan empatía y confianza entre los vecinos (como fuera el caso de Ricardo Belmont). Quienes provienen de experiencias municipales poco pueden mostrar como aspirantes a gestores metropolitanos. Los más trajinados en los medios de comunicación quizás solo cuenten con la ventaja del ‘media training’, porque en la ciudad donde las obras mandan, el palabreo es ornamental. Estamos, pues, ante una multitud de minicandidatos.

Un minicandidato, además de los rasgos ya esbozados, carece de partido. Lo mejor que le puede pasar es que sea “invitado” por alguna organización. Si no, generalmente procura la caza de vehículos electorales con registro o se somete a las alianzas más insospechadas, aduciendo cierto “real-politik” (sic). Por supuesto, no cuenta con un equipo técnico a la altura del reto de la caótica capital. En Lima, difícilmente hay una tecnocracia urbana articulada: pasan como propuestas técnicas, sentidos comunes de charla de quiosco de periódicos (“más seguridad, mejor transporte”). Los más progres hablarán de “espacios públicos” y los más “mano dura” prometerán responsabilidades de ministro del Interior. A alguien se le ocurrirá un app para luchar contra la delincuencia, no lo dude.

La consecuencia de este mediocre panorama es que difícilmente alguno sobrepase el 20% de los votos. Es decir, la gran mayoría de limeños no habremos votado por quien gobierne la ciudad. Tampoco lo hemos hecho, en estricto sentido, por quien porta la banda presidencial, lo cual pareciera no importunarnos. Así son, pues, estos tiempos de la desafección.