Los mudos y la ciudad, por Carlos Meléndez
Los mudos y la ciudad, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Es un lugar común para melancólicos referirse a “la Lima que se fue” con la seguridad de que todo tiempo pasado fue mejor. El desastre que es la capital en la actualidad permite corroborar dicha afirmación. Sin embargo, no se puede explicar su situación caótica sin el pasado. No es necesario referirse a un tiempo remoto, sino simplemente a la acumulación sucesiva de funestas gestiones edilicias. La actual –que dirige Castañeda Lossio– no enmienda el camino y afianza decisiones equivocadas que se tomaron en su peor momento. Lima asfixia la esperanza y refleja la medianía de sus autoridades y sus élites pensantes.

El alcalde Castañeda refleja con claridad que “representación” no es sinónimo de “gobernabilidad”. Durante sus gestiones –las anteriores y la actual– ha proyectado una imagen aceptada con estima por el limeño promedio, con mayor calidez entre quienes viven en las zonas marginales. El hecho que este mes –por primera vez– su desaprobación supere a sus cifras de apoyo no deslegitima sus altos y constantes índices de popularidad. En un país donde campea la desconfianza a los políticos, es una de las autoridades con mayor respaldo. Estemos o no de acuerdo con su peculiar estilo populista silente –arbitrario, pragmático y aislado–, Castañeda logró calar en el limeño migrante marginal quizás con mayor éxito que –en sus respectivos momentos– Alfonso Barrantes y Ricardo Belmont.

Castañeda, sin embargo, no capitalizó –hasta ahora– la representación para hacer las reformas sustantivas que Lima necesita con urgencia. A diferencia de lo que sucede en la administración de la economía nacional, no existe una tecnocracia urbanística –mucho menos un “piloto automático”– para gobernar la ciudad. Castañeda es –aún– un alcalde popular que carece de gestores con visión de futuro. Su popularidad tampoco le alcanzó para construir una narrativa de convivencia social, más allá del manido “todas las sangres”. Lima, como comunidad, está fragmentada en circuitos que reproducen la discriminación y el clasismo. Ni siquiera el progresismo local ha escapado de sus prejuicios virreinales: cuando un cholo toma una pileta en Chorrillos está “interviniendo un espacio público”; cuando reclama sus derechos frente a los peajes de Puente Piedra, se trata de “vandalismo”.

El silencio frente a los retos de la ciudad trasciende a sus élites políticas y se inmiscuye en sus brillos intelectuales. No existe reflexión profesional y académica que se conecte con proyectos políticos para la capital. Se confunde el activismo con el “expertise”. Asimismo, la sociología urbana languidece al entender las dinámicas sociales de la capital. (Véase, por ejemplo, el libro de Omar Pereyra sobre la residencial San Felipe, más cerca de un ‘souvenir’ de nostalgia hipster que de un tratado sustantivo sobre las clases medias capitalinas). Los limeños retoman esa sana costumbre de levantar la voz sobre sus demandas vecinales. Lo que antes fue la habilitación urbana, hoy es el desplazamiento seguro por la ciudad. Pero mientras los ríos humanos hablan con más fuerza, las élites políticas e intelectuales enmudecen.