Tu papel en mi vida, por Beto Ortiz
Tu papel en mi vida, por Beto Ortiz
Redacción EC

Ninguna emoción se parece a la de ir una mañana al quiosco y comprar el diario para descubrir que te han publicado el primer artículo de tu vida. Eso fue lo que me ocurrió con la mañana de 1988 en que imprimió la colaboración espontánea que les enviaba un iluso de 20 años. Desde entonces, tuve con este viejo diario la misma complicada relación que los mocosos chúcaros suelen establecer con sus padres venerables. Nos hemos criticado, aplaudido, ninguneado, peleado y reconciliado. El tipo de relación normal que los periodistas conflictivos establecemos con el resto del universo. Pero ahora que veo mi nombre caligrafiado en la elegante invitación al cóctel del centésimo septuagésimo quinto aniversario, creo de justicia darle al César lo que es del César. El tabletear de las teclas de cientos de máquinas de escribir aún resonaban en la bóveda del techo –como una tormenta tropical– cuando llegué a esta redacción como practicante, con una beca del verano, en 1989. Como buen chanconcete presumido, cruzaba los dedos para ir a entrevistar poetas y pintores a Culturales pero –¡vistosa y perra suerte!–me asignaron a la sección policial donde mis primeros jefes Alí Alava e Indacochea –rudos personajes del lejano oeste– me enviaron, desde el saque, a cubrir mis primeros coches-bomba y a encontrarme, cara a cara, con mis primeros muertitos. Ojo: “muertitos” no es irrespetuoso, es el modo tierno en que los periodistas los llamamos para hacernos más llevadera la rutina del horror.

De aquellas comisiones regresaba en shock, tan bloqueado que, por más cabezazos que me daba contra aquella Underwood sin tapa, acababa vencido por el cierre de edición. No mecanografiaba ni medio párrafo pero cuando me pasaron a Crónicas ya no escribía con los pies. En el escritorio de al lado se sentaba Bárbara d’Achille, el ideal de periodista aguerrida y sensible que todos queríamos ser. Cuando Sendero la mató, la pena fue tan brutal que todos tropezábamos en los pasillos como zombies. Aquí descubrí que esa idea soñadora del periodismo que me enseñó la universidad no servía para nada. Si nunca has pasado por la redacción de un periódico eres un reportero incompleto. Que me perdonen mis colegas radiales, televisivos y virtuales. Seré cursi o anacrónico pero sigo creyendo que un diario es el templo de la palabra. Que las fotos se toman con cámaras, no con teléfonos. Que googlear no es investigar. Investigar es sumergirse en el majestuoso archivo de este diario donde –para el santo número 150– me tocó hacer lo mismo que habrán hecho ahora sus jóvenes redactores: antologar las mejores tapas, las noticias más pintorescas, los titulares más legendarios. Diablos. Estoy cumpliendo bodas de plata y ni cuenta me di. Y aquí me tienen ahora, escribiendo lo que creímos imposible: una columna editorial para “El Comercio”. Lo chocha que estaría mi vieja si supiera. Feliz cumpleaños, decano. Gracias por el papel. Gracias por el papel que tienes en mi vida.