Enrique Planas

Solo quien ha trabajado en ella sabe que el mundo empieza los jueves. La semana terminaba los martes, donde todo podía cambiar, para luego aflorar el miércoles como día de reparador descanso. Pero cada jueves por la mañana, pronto el mecanismo volvía a activarse con la fría entrada a una semivacía.

Ese “Cierre de edición” es lo que organiza la vida de cualquier periodista que trabaja en una publicación semanal, criatura mediática siempre amenazada. Nos habla de un movimiento anímico, un latido que le sigue al entusiasmo de encontrar una buena historia y que progresa hasta convertirse en tema de portada. También es el título de la novela de un estimado colega, Juan Carlos Méndez, cuyo pretexto da cuenta de una investigación periodística desarrollada en una revista muy parecida al semanario “”, donde el autor trabajó por una década: el Señor Poeta, como llama a su protagonista, intenta dar cuenta de los responsables de la muerte de un hincha del Alianza Lima lanzado de la tribuna por miembros de la barra rival, y sus pesquisas intentan evadir intereses económicos y las intrigas de su jefe. En el intermedio, visitamos bares a los que se recala al final de la jornada, asistimos a peleas entre novios precarios, escuchamos los gritos del director desde su oficina y atestiguamos las peleas entre editores que se abalanzan unos contra otros en la sala de reuniones.

Para jóvenes periodistas con ínfulas de escritor “Caretas” era la revista en la que se ansiaba trabajar. No solo para aprender de su inédito manual de estilo basado en descripciones mínimas y frases breves, contar lo necesario y abundar solo cuando hacía falta retratar el infierno, sino también para aparecer en las alegres fotos de la fiesta del Cuento de las Mil Palabras. En mi caso particular, en poco menos de dos años en su redacción del tercer piso aprendí el humor y la personalidad de la revista, su voluntad de intentar darlo todo por una exclusiva, aunque se sienta luego la insatisfacción culposa al no haberlo conseguido. Como el protagonista de la novela de Méndez, nos identificamos con ese despertar con el miedo de haber cometido algún error en nuestras notas, el decidir participar de las intrigas entre los jefes de área, el escuchar los gorgoritos de un fotógrafo que solía emular por los pasillos el afectado canto de Raphael o el sufrir por el caos administrativo con el que se llevaba el negocio familiar. En fin: recordar a esa soldadesca tecleando a tu lado y creerte parte de ella. Como suele suceder con todas las relaciones tóxicas pero apasionadas, se necesita terapia para exorcizar ese síndrome de Estocolmo que dejaba el paso por aquella revista.

Uno solía creer que toda ficción resulta pálida al compararse con la vida real, específicamente, lo vivido en ese edificio del portal de Botoneros. Felizmente, otro sobreviviente llegó para contar esta historia y demostrar lo equivocado que estaba.

Enrique Planas Redactor de Luces y TV+