Cuando fui suicida, por Gustavo Rodríguez
Cuando fui suicida, por Gustavo Rodríguez
Gustavo Rodríguez

Recién había anochecido y conducía despacio.

Hasta había disminuido la velocidad al mínimo porque pretendía doblar en la esquina.

Cuando vi que un par de chicas estaba por cruzar la pista, terminé de frenar.

Pero ninguna se quiso arriesgar: ambas me miraron como venados sorprendidos por un reflector y echaron a correr por su vida. Por sus fachas y color de pelo parecían turistas del hemisferio norte. Hubiera querido decirles que no corran, que suelo ser un conductor civilizado, pero era inútil: no solo ya estaban lejos y probablemente no hablaban mi idioma, sino que pasear por Lima seguramente les había bastado para que le agarraran pánico a sus conductores. 

El de las ciudades peruanas es la gran metáfora de nuestra sociedad. En él se entremezclan nuestros desencuentros y desórdenes. En nuestro mundo al revés, el peatón –ese paseante que en países civilizados tiene la mayor preferencia– no solo no está empoderado, sino que se siente agradecido por la misericordia de quien le cede el paso. ¿No es verdad, acaso, que los peatones peruanos apuran el paso, contritos y hasta avergonzados, porque se les deja cruzar la calzada primero? Es humillante.

Hace unos años vivía junto a un cruce peatonal terrible, cerca del . En esa esquina encontré mi forma de rebelarme: cada vez que atravesaba la cebra de la avenida Espinar lo hacía campante, como si se tratara de la sala de mi casa. Sabía que arriesgaba mi vida. Muchos carros que venían del óvalo tuvieron que dar frenazos y me gané muchos insultos, pero no me amilané. La verdad es que fui un demente en mi propia –literalmente– cruzada. Me decía que solo así podría transmitir con intensidad lo mucho que estaba en mi derecho. En el alarde residía la reafirmación.

Pero fue al comprometerme con la crianza de mis hijas cuando me di cuenta de que tal vez existía otro camino. Nuestra sociedad es como un niño que no ha tenido la oportunidad de educarse en las conductas correctas y, como ocurre con todo ser humano, aprecia más la gratificación que el castigo. Refuerzo positivo, le dicen los psicólogos: si alguien hace algo bueno, aliéntalo, felicítalo, hazlo sentir bien. Lo más probable es que se sienta mejor consigo mismo y asimile la experiencia desde esa perspectiva.

Un día dejé mis tentativas indignadas de suicidio. Ahora, cada vez que camino y alguien me cede el paso, me inclino y se lo agradezco. Imagino que el conductor se siente bien y yo, definitivamente, también.

Como posdata alusiva, les dejo este tip con el que me fue bien ayer. Había llamado por segunda vez a Movistar para que me auxiliaran con un problema de Internet. Me contestó un joven que usaba un protocolo corporativo de esos que pretenden ser cordiales y lo aproveché. Le dije: “Buenos días, señor: ayer me atendió un joven tan amable como usted y me dijo...”. Me tuvo mucha paciencia, en verdad. No sé si el chico ya era servicial por naturaleza, pero mi lado vanidoso quiere hacerme creer que mi refuerzo positivo tuvo que ver.