"Existen escalones de privilegio según la piel y el hogar que nos hayan tocado". (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Existen escalones de privilegio según la piel y el hogar que nos hayan tocado". (Ilustración: Giovanni Tazza).
Gustavo Rodríguez

Hace poco conocí en Sudáfrica a un guía peruano que llegó a vivir la transición del apartheid a una sociedad más inclusiva. El hombre era simpático, servicial y no tendría nada grave que criticarle, salvo sus reiteradas menciones de lo difícil que le era convivir con la mayoría negra del país: el alcoholismo de ciertas etnias, sus costumbres atrasadas, lo aprovechados que podían ser. El guía, por cierto, era blanco y descendía de europeos: un ejemplo de peruano que, incluso en el extranjero, criticaba a una demografía postergada sin ser consciente de sus ventajas de nacimiento.

En sociedades desiguales y racistas como la peruana –o la sudafricana–, existen escalones de privilegio según la piel y el hogar que nos hayan tocado. En la escalera social peruana, el sótano estaría habitado por una mujer altoandina analfabeta y en la cúspide dominaría un hombre blanco con estudios superiores. Sospecho que si cada peruano fuera consciente de qué peldaño ocupa y en cuáles estuvieron sus antecesores, nuestra sociedad sería más solidaria y se derrumbarían creencias desubicadas de, por ejemplo, ciertos profesionales que juran que se han hecho solos y miran con desdén a quienes no alcanzaron lo que ellos.

Yo, por ejemplo, cada cierto tiempo evalúo mis circunstancias. Una especie de test.

Me digo que pasé mi infancia en un horrendo barrio de provincia, pero que al menos no crecí alejado de hospitales o colegios como la gente del campo. Si bien viví en un mercado mayorista y asistí a una escuelita fiscal, había niños que trabajaban a diario en ese vecindario recio mientras yo lo hacía en la farmacia familiar. Además, mi padre era un profesional que llevaba libros a casa, ¿no era yo más privilegiado que esos niños? Tiempo después estudié en un colegio deficiente, pero privado. Además, si bien me intuía mestizo, nunca me enfrenté a una unanimidad que me llamara ‘cholo’. Al terminar el colegio volví a la ciudad capital y, aunque viví entre desalojos, con la ayuda de mi familia pude pagarme una carrera técnica en un distrito acomodado. De hecho, unas compañeras pudientes me avisaron que una empresa necesitaba practicantes y hacia allá corrí a ganarme mi primer trabajo. Además, soy hombre: ¿no es ese un bono que me llegó sin méritos? En las primeras empresas en que laboré las mujeres no aspiraban a liderar equipos creativos y si lo hacían, se les respetaba solo las dotes administrativas. Cuando me casé nunca tuve que posponer mi carrera por salir embarazado, en tanto mi esposa sí lo hizo. En el ámbito literario, esos privilegios también me han debido favorecer: ¿no era un escritor varón, bien relacionado, que publicaba en la capital? ¿No merecía el desdén de quienes escribían tan bien o mejor que yo, pero que ocupaban otros peldaños simbólicos? Encima soy heterosexual: nunca tuve que gastar energía valiosa para esconderme o defenderme de los ataques conservadores.

Nací, pues, privilegiado. Más de lo que fueron mis padres, pero menos de lo que le tocó ser a mis hijas. Quizá la mayor enseñanza que le dejaré a ellas sea haberles señalado cuánta trocha les abrimos sus antecesores: me decepcionaría mucho si las escuchara quejarse, como aquel guía, de quienes no tuvieron sus posibilidades.