A los timberos de mi país, por Gustavo Rodríguez
A los timberos de mi país, por Gustavo Rodríguez
Gustavo Rodríguez

Mientras más débiles son las instituciones de un país, más se parecen sus elecciones a las apuestas. Hace meses unos amigos míos empezaron a mostrar entusiasmo por la aparición de un corredor desconocido. “Él puede ser...”, comentaban en los cafés. “Es un técnico honesto...”, escribían en Facebook. Se referían a , un candidato probable que, en estos momentos, quizá esté estudiando la manera de hacer una aparición rutilante cuando la carrera esté avanzada. Todo candidato sueña, ya se sabe, con ser Santorín. La semana que pasó, otro barullo recorrió las tribunas del electorado. La congresista anunció su precandidatura en el y varios de mis amigos empezaron también a apoyarla. “Es joven y honesta, alguien así es lo que necesitamos y no los corruptos de siempre”, escriben hoy en las redes.

Estos súbitos palpitares hablan más del estado ruinoso de nuestro sistema político y ciudadano que de las motivaciones de estos noveles candidatos. Porque hay que ser bien ingenuo, o nublado por el optimismo, para creer en cualquier tipo de mesianismo.

No le tengo antipatía ni al señor Guzmán ni a la señora Mendoza. Me gustaría, incluso, que cualquiera de ellos le arruinara la fiesta a esas organizaciones políticas que en el pasado usaron sus posiciones de privilegio para cometer latrocinios y salvajadas. Pero una cosa es buscar un desquite legítimo y otra pensar que un candidato súbito sin bases arraigadas podrá torcer la terca historia de nuestro país. Escojamos solamente el tema de la corrupción. A veces parecemos desconocer que el robo desde el gobierno está configurado desde que los primeros virreyes llegaron a Lima. La mayoría de esos funcionarios con pantorrilla de seda articulaban camarillas de colaboradores que, al aliarse con las familias principales de aquí, le quitaban una buena tajada a los tributos del rey. Hasta casos hubo de virreyes que tenían tarifa para indultar. ¿Y qué fue la Independencia, sino un cambio de régimen pero no de modus operandi? Las historias de varios presidentes y de familias cuyos apellidos aparecen hoy en las páginas sociales están manchadas con enriquecimientos que hoy también hubieran sido escandalosas primeras planas. Movidos por la adrenalina de la apuesta, cometemos una injusticia al pretender que un ganador sorpresivo se convierta en el semidiós que pueda subvertir una tradición de siglos. Nuestro enorme barco está infestado de piratas que se guardan de mostrar la bandera negra en sus mástiles. ¿Podría un ganador honesto y su pequeño grupo de confianza detener las tropelías institucionalizadas? ¿Podrá dejar de honrar el dinero negro que, de todas maneras y por algún lado, habrá sido aportado a su campaña? ¿Tendrá la muñeca política para alinear a bandos contrarios buscando semejanzas en vez de herir a través de las diferencias? ¿Podrá anteponerse a las miserias del corto plazo para enrumbarnos hacia la bahía de los países que lideran el mundo con ciencia y tecnología? 

Si usted apuesta por un candidato desconocido con buenas intenciones, sepa que desilusionarse de él a la primera habla mal de usted y no de él. La democracia no es solo elecciones: es trabajo ciudadano. Luche por él –o ella– y ayúdelo a llenar sus cuadros políticos con gente de talento y convicciones. De llegar al poder, será imposible que cambien nuestros males en un solo período. Pero si él y su entorno terminan su mandato sin ser investigados, habremos avanzado bastante.