Tres tristes tigres, por Carlos Meléndez
Tres tristes tigres, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Últimamente, inmoderados rumores saltaron de los chats de WhatsApp a la prensa. “Perú 21” develó supuestas intenciones de quiebre democrático: autogolpe (un gesto de amor del presidente Humala para proteger a la primera dama), golpe preventivo (militares institucionalistas) y golpe a secas (militares ‘free-Antauro’). En Chile, el diputado derechista José Kast (UDI) sacó al fresco los cuchicheos que corren desde marzo sobre una eventual renuncia de Bachelet, dadas su falta de liderazgo y baja popularidad. En Brasil, un decreto presidencial –ya revocado– despojaba a los mandos militares del derecho de promover oficiales, generando grave tensión entre Rousseff y la cúpula militar, en medio de una crisis económica y política. ¿Qué ha pasado en estos tres países, otrora ‘tigres’ y modelos económicos, para que se evoquen amenazas golpistas como si se tratara de Burkina Faso?

Los rumores de interrupciones democráticas tienen mayor trascendencia cuanto más débiles son los gobiernos. El acelerado desgaste de los inquilinos palaciegos hace plausible las intrigas, eleva las sospechas a estatus de complot y expande el desconcierto. El peligro (intangible) de golpe circula sin discriminar niveles de institucionalización partidaria: bajo (Perú), medio (Brasil), alto (Chile). El récord golpista de algunos –Humala– abona a la teoría conspirativa. El poder –simbólico o real– de ex presidentes como García, Lagos y Lula convierte la hipótesis del “eterno retorno” en un temor desestabilizador. 

Ciertos o no, los jefes de Estado reaccionaron públicamente a dichos chismes. Humala calificó de irresponsables las especulaciones golpistas. Bachelet ha negado en dos ocasiones su renuncia: ante la caída de su aprobación y ante intrigas sobre su salud. Dilma encaró a quienes presuntamente promueven una “versión moderna de golpe”. Pero ninguno de ellos pudo negar su aislamiento político. El caso de Humala era previsible: partido ausente, medianía de sus escuderos, desconfianza de los poderes fácticos y manejo político torpe. Bachelet fue displicente, confió demasiado en su carisma y en el teflón de su otrora popularidad. Creó un círculo íntimo impenetrable dentro de la coalición oficialista partidaria. Cuando el desprestigio tocó su entorno personal (Dávalos, su hijo carnal; Peñailillo, su hijo político) se hizo más vulnerable. Hoy, la Nueva Mayoría va al rescate de mala gana. 

Dilma la tiene más difícil. Tras años de políticas populistas se augura una reducción del PBI (3% en el 2015, 1% en el 2016) y decrece la confianza para las inversiones (Standard & Poor degradó a Brasil a categoría BB+). Mientras en Perú y Chile la desaceleración económica asusta a las élites empresariales, en Brasil el crecimiento del desempleo afecta a toda la pirámide social. Los escándalos de corrupción desmoralizan a peruanos y chilenos, pero los brasileños toman las calles por decenas de miles exigiendo ‘impeachment’. En Perú y Chile, oficialismo y oposición –débiles y desprestigiados– se cancelan mutuamente en equilibrios de baja intensidad. En tanto, Dilma se ve acorralada: su vicepresidente Michel Temer y el Partido del Movimiento Democrático Brasileño son de temer, el Legislativo recibe pedidos de juicio presidencial, y Lula le ofrecería un salvavidas a cambio de convertirla en su marioneta. Humala, Bachelet y Dilma conforman un trío triste con popularidades adversas (13%, 22% y 8%, respectivamente). Solo en el último caso los rumores guardan relación con la inestabilidad.