Hace algunos años unas estadísticas mostraban que el Chavo del Ocho era el único personaje latinoamericano admirado por los niños de todos nuestros países, compitiendo y ganándoles a personajes foráneos como los Power Rangers, Mickey Mouse o G.I. Joe. Más aun era uno de los pocos que habían traspasado la barrera de la edad, género e ingreso, pues era seguido por grandes, chicos, hombres, mujeres, ricos y pobres, como sucedía solo en rarísimos casos como el de Los Picapiedra. Analizando esas estadísticas, encontramos que probablemente el gran éxito de la serie se debió a que el genio de Chespirito logró mostrar claramente la cara real de la vida en común de la mayoría latina.
Es frecuente ahora en determinados grupos sociales, en los que me debo incluir, lamentar la desaparición de la vida de barrio. Esa que hacíamos de niños saliendo a jugar con los amigos de la cuadra, de adolescentes a buscar a las chicas de unos metros más allá, y algo más crecidos de tomar un trago medio escondidos en el parque. Hoy, decimos, nuestros hijos no salen de la casa y sus únicos amigos son los compañeros de clase. Felizmente, eso no es cierto para la mayoría de la población, que vive compartiendo diariamente actividades, alegrías y problemas de vecinos y gente del barrio. De allí el alto ráting de nuestra autóctona serie “Al fondo hay sitio”, que refleja la realidad de millones de peruanos y, en mayor escala, el éxito de “El Chavo del Ocho”, que reflejó, de manera magistral, la de todos los latinoamericanos.
Si bien el Chapulín Colorado y los otros personajes de don Roberto Gómez Bolaños (el Chómpiras, el Doctor Chapatín, etc.) fueron de gran genialidad intelectual, nada le gana al Chavo de Ocho en empatía social. En la vecindad se juntaban, mostrados de manera exagerada y real a la vez –allí el genio de Chespirito– todos aquellos sentimientos que se observan en los diversos estratos de nuestra sociedad. Se muestran las ansias de los más pobres (la obsesión del Chavo por las tortas), la compasión de los ricos (el Señor Barriga hacia Don Ramón), las envidias (las rabietas de Kiko), los romances (el platónico de Doña Florinda y el Profesor Jirafales y el de la Bruja del 71 hacia ‘Ron Damón’) y muchos otros. Lo interesante es que todos ellos no logran desdibujar la gran solidaridad existente en el vecindario, donde las diferencias desaparecían ante los problemas o alegrías del otro. El viaje de todos a Acapulco, capítulo de antología de la serie, es la mayor muestra de ello.
Pero la serie de “El Chavo del Ocho” no solo ha tenido la virtud de representar nuestro sentimiento social (ese que nos hace solidarios con el vecino, pero que no necesariamente se amplía a la sociedad mayor), sino que estoy seguro de que también ha ayudado a disminuir las distancias. Creo que hoy nuestros niños, que han visto al Chavo toda su vida, pensarán dos veces en discriminar a alguien más pobre, aunque viva en un barril. Y si por error lo hicieran, probablemente querrán disculparse con un “se me chispoteó” o “fue sin querer queriendo”. Y si eso se cumple, quizá la sociedad latinoamericana podrá en algún momento avanzar de manera coordinada y solidaria, como la vecindad yendo a Acapulco.
Gracias, Chespirito.