El Perú se aferra con todas sus fuerzas a la idea barroca de la locura, un temor mayor incluso que el de la muerte, porque la muerte es parte de la vida, pero la locura degrada al ser humano. Nada es más falso. Las enfermedades mentales no degradan al ser humano, lo degradamos todos nosotros al mirarlas con miedo.
La salud mental es un condicionante permanente de nuestro bienestar y también es el que más ignoramos. No necesito escribir estadísticas para que quienes lean esto puedan recordar a al menos un “loquito” que vieron en las calles. Sin embargo, es verdad que las cifras de suicidios son alarmantes –6.606 en los últimos diez años, según el Sistema Nacional de Defunciones– y que es descorazonador saber que del presupuesto para salud pública en el Perú solo el 1,6% está destinado a la salud mental, según ECData de El Comercio: S/15 por habitante. A ello se suma que hay pocos estudiantes de Medicina que desean ser psiquiatras. ¿Por qué habrían de quererlo? Si aceptamos respetar más a cirujanos y nefrólogos, si ocho regiones del país no tienen centros de salud mental para especializarse, si en seis regiones ni siquiera hay psiquiatras y si nuestra propia educación médica nos genera problemas de salud mental.
A pesar de los esfuerzos, no hay solución clara, pero sí un camino largo, difícil y poco explorado. Debemos aceptar que tenemos la libertad de sentirnos mal y, por tanto, podemos buscar ayuda. Paralelamente, exigir más conversación política y de salud acerca del tema para comprender y mejorar los enrevesados factores que generan este problema. Y por nuestro lado, todo el personal de salud y todo ciudadano debe aprender que nuestra profesión no solo “salva vidas”, sino que las mejora, les devuelve dignidad y les da una nueva oportunidad.
Por favor, hagámoslo por todas las personas que no se encontraron en este mundo y decidieron irse.