Cuando hace unos días recibió la invitación para reunirse con Keiko, el presidente Kuczynski no estaba como para ponerse a pensar si el anfitrión de la cita era digno de que entrase en su casa. La crisis política que se vivía en ese momento a raíz de la tensión con el fujimorismo era de tal envergadura que tenía que aceptar el encuentro así se lo ofreciera el superior de los raelianos. Admitir la necesidad de esa mediación, sin embargo, no es sinónimo de ser inocente frente a ella. Y, a juicio de esta pequeña columna, lo que corresponde ahora es advertir los riesgos que la intervención del cardenal Cipriani entraña.
En vitrina
Para empezar, el villancico ese de ‘como soy amigo de los dos, se me ocurrió prestarles mi sala para que dialoguen lejos del mundanal ruido’ que se lo crean los toribianitos, porque la verdad es que en el gesto cardenalicio se distinguía un cierto de afán de ponerse, ejem, como en vitrina.
La sola foto de los dos invitados y el dueño de casa orando en la capillita doméstica, captada al parecer por el Espíritu Santo que andaba revoloteando por ahí, constituye una inequívoca pieza de propaganda. Es, efectivamente, como si se nos dijera: si alguien estaba creyendo eso de que el estado peruano es laico y se mantiene lejos del poder de la iglesia y todas sus pompas, aquí les pasamos una instantánea de la autoridad máxima del Ejecutivo y la líder del partido que maneja el Legislativo firmando un acta de sumisión. Y que no nos traten de contar ahora que aquello formaba parte de la esfera privada de sus vidas, porque el presidente y la señora Fujimori estaban allí por lo que representan políticamente y no cultivando su devoción personal en un resquicio dominguero.
A Keiko, no obstante, las connotaciones de la imagen no han de preocuparla demasiado, pues en los temas más espinosos, la agenda de Fuerza Popular nunca osa chocar con la moralina del futuro pontífice Euplagio I. Pero a PPK, que hasta hace unos meses gastaba chanzas públicas sobre la irrelevancia de la oposición de la iglesia peruana y sus más caracterizados popes a decisiones soberanas del estado, el trago tiene que haberle sabido a purgante.
La pregunta realmente medular que toda esta trama levanta, sin embargo, es si esa pequeña estampa de pleitesía será todo el precio que el mandatario ha tenido que pagar por la ayudita del Chapulín Purpurado. ¿Se producirá en los próximos meses una repentina escasez de ‘píldoras del día siguiente’ que obligue a interrumpir su distribución gratuita? ¿Pasará el proyecto de ley oficialista sobre la unión civil a las comisiones de Transporte y Defensa antes de ser discutido donde corresponde? ¿Tendrán las ‘ministras respondonas’ que hacer votos de silencio y usar velo cuando la prensa las requiera sobre esos asuntos mundanos de los que antes se ocupaban sin recato?
Literalmente, sabe Dios. Pero lo cierto es que, a la hora de cobrar diezmos o –en el contexto local- el subsidio que el ministerio de Justicia injustificadamente les dispensa, los representantes de la iglesia nunca se han puesto modositos. Y este otro trance terrenal no tendría por qué ser la excepción.
Esta columna fue publicada el 24 de diciembre del 2016 en la revista Somos.