Mario Ghibellini

A los obispos siempre les ha gustado introducir su báculo en los asuntos terrenos. Como no estuvo incluido en las tablas con las que Moisés descendió del Monte Sinaí, se diría que aquello de la separación entre el Estado y la iglesia se les antoja una disposición menor y prescindible. En consecuencia, tratan con frecuencia de darle un pellizco al poder en los lugares en los que el Vaticano les ha confiado un rebaño. Quizás el caso que mejor recuerde la historia sea el del cardenal Richelieu en la Francia del siglo XVII, pero la verdad es que se puede encontrar ejemplos de tan mundana tentación en todas las épocas y por todos lados.

Aquí en el Perú, sin ir muy lejos, tenemos fresca la memoria de monseñor Cipriani, impenitente fustigador de “respondonas” y predicador de la necesidad de someter a la prensa a un “control de calidad” (que, gracias a Dios, no prosperó). Y ahora contamos con , arzobispo de Huancayo, quien desde hace tiempo parece confundir el púlpito con una terracita desde la que conviene lanzar ‘balconazos’.


–El señor no es mi pastor–

Hace apenas dos semanas, monseñor Barreto se trasladó a Junín, en donde la población había iniciado bastante violentas contra el Gobierno, y se ofreció para un rol protagónico que no le fue concedido. Reunido con representantes de los transportistas y agricultores en pie de guerra, les preguntó: “¿Ustedes aceptan que el arzobispo de Huancayo sea el mediador en este diálogo, como puente para buscar la verdad?”. Y lo que recibió como respuesta fue un sonoro “¡no!”, aderezado con pifias y expresiones poco amables en más de una lengua.

El reverendo, sin embargo, no es de los que se amilanan a la primera muestra de rechazo y esta semana decidió ensayar una nueva incursión en el papel de intérprete de los reclamos de una grey que no necesariamente lo quiere de pastor. Este jueves, en efecto, se reunió con el a efectos de transmitirle el clamor de la ciudadanía por contar con ministros sin antecedentes y un manejo de la cosa pública que merezca ese nombre. A la cita, que se desarrolló en Palacio, acudió también el secretario técnico del Acuerdo Nacional, Max Hernández, pero cuando salió de la casa de Pizarro ofreció declaraciones más bien cautas y escuetas, dejando en claro que él no participa de la condición de reverendo.

El cardenal, en cambio, hizo gala de una cierta nostalgia por el verbo rumboso de don Leonidas Carbajal y, tras una introducción en la que proclamó que el esfuerzo en el que estaba comprometido tenía por objeto “acallar las voces discordantes”, anunció que el jefe de Estado estaba iniciando un “cambio de rumbo radical y lo informará en el momento que él estime conveniente”. En insinuación de que su segundo nombre, quizás, tendría que ser Grullo, reveló, además, que le había hecho notar al mandatario que él “es el presidente constitucional de la república y el presidente de todos los peruanos y peruanas, de nuestra selva, de nuestra sierra y de nuestra costa”. El producto de un momento de inspiración divina, sin duda.

Con cargo a que nos explique en qué consistiría aquello de “acallar las voces discordantes” (precisamente la causa de que el presidente haya tenido que retroceder en su determinación de celebrar reuniones ilegales en el pasaje Sarratea o de incorporar en el Gabinete a denunciados por gomas surtidas o licitaciones con chocolate), habría que preguntarle al obispo qué tan radical se le ocurre a él que podría ser un cambio contagiado de la parsimonia de lo que apenas se “está iniciando” y que el mandatario solo anunciará cuando “crea conveniente”.

Es pertinente mencionar, por otro lado, que, de acuerdo con su diagnóstico sobre la calamitosa administración que hoy padecemos, esta sería producto del hecho de que el jefe de Estado ha sido “asesorado de manera muy negativa”: uno de los más viejos trucos para tratar de exculpar de sus despropósitos y atropellos a quien ostenta la mayor de las responsabilidades en el Ejecutivo. Los prófugos , que se sepa, no son sobrinos de asesor presidencial alguno, ni su secretario.


–Fray Vientos–

El arzobispo de Huancayo, no obstante, quiere convencernos de que, gracias a su intervención, ya vienen los goles de Cubillas. Tenemos que imaginar, en consecuencia, a un profesor Castillo que, después de un sermón infestado de lugares comunes, se golpea la cabeza y dice: “Sí, caramba, no sé cómo no me di cuenta de que estaba poniendo al país al borde del colapso”. Una escena sobre la que, parafraseando a Borges, cabría decir que “adolece de irrealidad”.

Vamos, la sola circunstancia de que el cardenal haya concurrido a la cita con el mandatario acompañado del congresista Guillermo Bermejo atenta contra cualquier posibilidad de un próximo Consejo de Ministros que, como él ha prometido, no dependa de Perú Libre. A lo sumo, lo podrán cambiar por un Gabinete que dependa de Perú Democrático…

Con el cuento de que ha acudido al rescate de lo que no tiene salvación, el exorcista que nos ocupa, pues, nos quiere vender vientos, cuando en realidad, por los síntomas que presenta, todo indica que ya está medio poseído. Vade retro, reverendo.

Mario Ghibellini es periodista