Tengo una teoría sobre la podredumbre de Benedicto. Cuando vio que Vladimiro Montesinos y Antonio Ketín Vidal le robaron la gloria de haber sido el captor de Abimael, bramó, se jaló las mechas, y en su infinita pica, hizo añicos sus escrúpulos. Despojado de los laureles del bien, podía entregarse, sin remilgos, a los brazos del mal. Si el Perú lo trataba como una puta, él trataría al Perú como un burdel.
El robo del que fue víctima está documentado. Tras la captura en setiembre de 1992, lo enviaron a una agregaduría militar a Panamá para que no contara la verdad: que la hazaña se hizo con pocos medios, a pesar y a contrapelo de las tendencias que primaban en la PNP. Pero Benedicto se encontró en Panamá con Gustavo Gorriti, que vivía otro exilio, y Gustavo contó la versión benedictina en un artículo para Selecciones del Reader's Digest (número de diciembre de 1996).
En Lima, la verdad empezó a abrirse paso de una forma inusitada, ¡en una miniserie estelar! Los guionistas de “La captura del siglo” (América TV, setiembre de 1996), tuvieron como fuentes a los policías del GEIN que formó Benedicto. Lo sé porque un colega periodista, Jimmy Torres, con quien entonces trabajaba en Caretas, me pidió que lo ayudara a cumplir un encargo de Benedicto. Este había enviado, desde Panamá, una carta de agradecimiento que debía entregar a Cusi Barrio, el director de la miniserie, a quien yo conocía bien. Lo junté con Jimmy. Los tres leímos, emocionados, la carta donde Benedicto narraba el robo de su gloria y lo resumía con una frase que se me quedó grabada: “Le abrimos al general Ketín Vidal la puerta de la historia y él la cerró tras de sí”.
La macabra ironía es que, con el paso de las temporadas, la gloria le fue restituida a Benedicto, pero ya era muy tarde. Ya no tenía escrúpulos y usó el reconocimiento público como licencia para el mal. Se le despertó -o se le acrecentó si ya lo tenía despierto- el apetito por el dinero, por el poder (candidateó para el APRA por Lima en el 2006), por la asociación ilícita para delinquir. Y para esta última se hizo de un socio de polendas, Rodolfo Orellana Renjifo.
De todas las infamias que la prensa le ha documentado y la justicia ha recogido de mala gana; la que más me repele es su presunta delación a dos policías encubiertos del Caso Zevallos, adscritos a la DEA (El Comercio, 28/2/2007). Se encontró un correo suyo dando los nombres a Lupe Zevallos. Él, que había sido policía, arriesgaba la vida de los suyos y sus familias. Qué asco.
Entonces era jefe del INPE. El gobierno aprista tuvo que defenestrarlo. Pero su asociación ilícita con Orellana ya había comenzado, por lo menos en el 2005 cuando ambos fueron denunciados en un comunicado del Colegio de Abogados de Lima. Y llegó al paroxismo cuando, desde la revista “Juez Justo”, acosaba y difamaba a los fiscales, jueces, políticos y periodistas que perseguían a su socio. La podredumbre del héroe cubría su cuerpo entero.
Ojalá algún biógrafo acucioso -porque el personaje es digno de tal empresa- establezca si antes de la captura del siglo, Benedicto ya era llevado por el mal. Tiendo a pensar que no, que si tuvo tentaciones, las supo vencer o, en todo caso, no lo llevaron a cometer esas tropelías de las que ya no hay retorno a la bonhomía.
De lo que no me cabe duda, es que Benedicto fue el captor de Abimael. No fue el único pero, como jefe del GEIN, fue el autor intelectual. He oído a su segundo, Marco Miyashiro, reivindicarlo, conmovido, como quien dirigió y motivó al grupo y los condujo, generosamente, a la gloria. Esa gloria que todavía le pertenece y no se la vamos a quitar aunque crea que no tiene sentido. La historia lo recordará por lo bueno y por lo malo, y la cárcel le dará tiempo para deshacer entuertos, para hacer las paces con el país y consigo mismo; para cambiar de piel, porque la que lleva está podrida.