De ser dominadas por Michael Phelps, las aguas de la piscina olímpica del Parque Acuático de Río pasaron a ser gobernadas por mosquitos solo unos meses después del arrasador paso del ‘Tiburón’. Ese charco marrón de la fotografía que dio la vuelta al mundo contrastaba con las marcas doradas que había dejado ahí el más grande nadador de la historia. Los Juegos 2016 se apagaron tan rápido como la llama olímpica concluido el evento. Brasil no supo qué hacer con esa infraestructura de Primer Mundo que exhibió con orgullo. La megainversión millonaria sirvió para el momento, no se aprovechó con el legado prometido.
Hoy Lima 2019 sigue siendo una fiesta. El brillo de las medallas en los Panamericanos genera un optimismo y una euforia inusual en un país desacostumbrado a los éxitos deportivos. La mejor cosecha en el torneo lo justifica gracias a que los atletas siguen rindiendo muy por encima de los pronósticos. Sin embargo, el verdadero reto empezará luego de los Juegos porque se construirá nuestro verdadero futuro, nuestro verdadero legado. Nuestros medallistas ya cumplieron, ahora le toca al Estado.
Con instalaciones espectaculares, sedes con grandes comodidades e implementadas adecuadamente para el desarrollo de las distintas disciplinas, se requiere de mucho tino para trazar los lineamientos de un plan estructural que permita disfrutar y exprimir como se debe esos escenarios. No queremos elefantes blancos, como tantas veces ha sucedido en otras ciudades.
El Estado deberá establecer una política deportiva a todo nivel que permita la masificación de la actividad física. De nada sirve la infraestructura si no hay deportistas que le saquen provecho. Habrá que ver también cómo se administran esas instalaciones, cómo se mantendrá el impresionante velódromo que tenemos en la Videna o cómo se aprovechará la cancha del hockey en Villa María del Triunfo, solo por citar ejemplos de dos disciplinas poco populares.
Lima 2019 solo tendrá sentido si sirve como el despegue definitivo de nuestro deporte, como el salto sostenido que alguna vez sucedió con España y sus Juegos Olímpicos. Bien lo explica el periodista español Santiago Segurola en su libro “Héroes de nuestro tiempo”. “De Barcelona 92 se salió con un grado de autoestima que enterró los viejos prejuicios que pesaban de forma dañina sobre el deporte en España y, probablemente, sobre la realidad de nuestro país. Ahora cobra vida una nueva idea, la de España como un país aventajado en el deporte”. Obviamente, las 22 medallas olímpicas obtenidas no tienen parangón con nuestra actual cosecha, pero sirven como un espejo a futuro.
El ejemplo español –que apostó por una simbiosis entre el dinero público y el privado para generar la explosión del profesionalismo necesario para la real metamorfosis de su deporte– sirve como guía. Nuestros Juegos Panamericanos solo serán exitosos en la medida en que se aprovechen en todo sentido para allanar el camino de nuestras próximas generaciones de deportistas. La idea es seguir nadando a favor de la corriente y no sobre las aguas turbias del pasado.