Gastón Acurio
Gastón Acurio
Gastón Acurio

A la vuelta de la casa de mi infancia, una pareja cantonesa conducía una linda bodega llena de mágicos juguetes traídos desde China sabe Dios cómo, en tiempos en que la dictadura militar había cerrado las importaciones a prácticamente todo. Muy cerca, una pareja genovesa impregnaba el barrio cada mañana con aromas a baguette, tolete y pastel de acelga desde su panadería, la cual había sido levantada tras largos años de ahorro.

Y fue así como el hijo cantonés se encontró en el barrio frente a frente con la hija genovesa. Poco a poco el amor tocó a sus puertas. Como era de esperarse, al comienzo la pareja cantonesa se opuso rotundamente a esa unión. Su sueño, después de todo, era que su hijo se casara con alguna joven hija de algún próspero empresario paisano suyo, algo que no fue distinto del lado de los padres genoveses. Para ellos, la panadería era solo un paso lleno de esfuerzo para que su hija encuentre un apuesto empresario genovés que la libere del sacrificio al que ellos se entregaron para que sus hijos salieran adelante.
Sin embargo, aquel amor que parecía imposible, al final triunfó. Los enamorados se enfrentaron a sus familias a capa y espada hasta lograr convencerlas de que su amor era inevitable y que, al final, con o sin su aprobación, se casarían, fundarían una familia juntos y se amarían para siempre.

Y fue allí, en el corazón de aquel nuevo hogar y como ocurría en ese mismo instante en muchos otros hogares fundados por familias del más diverso origen, donde se fueron gestando las lecciones más hermosas de todo lo bueno que ocurre cuando dos culturas tan distintas, en vez de enfrentarse, se unen al abrigo del amor. La cocina, como era de esperarse, no fue la excepción.

Llegaba la hora de la cena y cuando tocaba arroz, el joven cantonés siempre proponía su arroz chaufa. Ella en cambio, fiel a la tradición italiana, intentaba imponer un cremoso risotto. El primero hecho con grano largo en punto de kion y a fuego vivo de wok, el segundo con grano redondo, impregnado de parmesano y cocido a fuego lento.

El acuerdo parecía insalvable. Pero no. Una vez más la fuerza de aquel amor que parecía imposible aparecía haciendo que todo sea posible. Y fue así como el arroz se cocinó primero a fuego suave, para luego al final darle el punto de wok. Y fue así como la cebolla china y el parmesano encontraron en el ajicito al padrino que los uniría para siempre. Y fue así como de un arroz chaufa y un risotto nació ese arroz con mariscos de cebichería con ese saborcito criollo de estos tiempos que habita en cada uno de nuestros platos uniendo, con generosidad y sabrosa tolerancia, un poquito de todo lo que hoy somos los peruanos: todos, hijos de ese maravilloso mestizaje de culturas de todo el Perú y el mundo, que un día decidieron enfrentarlo todo, para que esos amores al comienzo imposibles dieran vida a esos jóvenes del Perú de hoy, esos que celebran al fin su mestizaje sin temor ni vergüenza, con orgullo y amor a su pasado, con ilusión y fe en su futuro.

Han pasado largos años desde que el Perú celebrara su independencia política y parece que recién hoy, a tan solo cuatro años de nuestro bicentenario, son nuestros jóvenes, hijos de todas las sangres, de andinos con costeños, de amazónicos con africanos, de chinos con japoneses, de árabes con italianos, los que gritarán firmemente a los cuatro vientos que son libres al fin de aquellas cadenas que por largo tiempo oprimieron nuestro corazón, haciéndonos creer que debíamos esconder nuestro mestizaje para darles paz a nuestros seres queridos, cuando lo que ello ocasionó, en realidad, fue todo lo contrario.

Porque la realidad es que fue la negación de nuestro maravilloso origen multicultural y multirracial lo que nos llevó a pelearnos y enfrentarnos durante todo este tiempo. Fue esa falta de unión en torno a un sentimiento colectivo de pertenencia y orgullo a esa diversidad indiscutible la que impidió que podamos construir juntos un hermoso Perú, el país que soñábamos para nuestros hijos. Sin embargo, a su vez, lo socavábamos inconscientemente cada vez que el miedo y el desconcierto que habitaban en nosotros se abrían paso con vientos de superioridad e intolerancia ante aquellos a los que vimos por largo tiempo como nuestros enemigos, cuando en realidad siempre fueron nuestros hermanos.

Es cierto, pareciera que aquel mundo sigue vigente. Las redes nos muestran todo el tiempo manifestaciones de racismo, de intolerancia, de agresividad sin límites. Parece que hoy nos peleamos más que nunca y que nuestra sensibilidad ante los hechos de la vida cotidiana ha encontrado en la virtualidad una oportunidad para mostrar la ira acumulada por siglos ante tanta frustración y engaño.

Es cierto, parece que hoy nos peleamos por todo. Políticos de todas las tiendas peleándose sin darse tregua, olvidando que el Perú está primero. Familias peleándose por imponer sus creencias religiosas por encima de otras, cuando deberíamos luchar todos juntos por el triunfo del amor. Viejas almas oscuras aprovechando cualquier oportunidad en las redes para expectorar manifestaciones de racismo e intolerancia haciéndonos creer que son muchos más de los que son cuando en realidad son solo eso, cada vez más una minoría que se sabe acorralada y por ello no escatima en alaridos para intentar asustarnos.

Pero no. Lo cierto es que el Perú de hoy es sobre todo de nuestros jóvenes de hoy. Y en nuestros jóvenes de hoy, en su inmensa mayoría, no habitan los fantasmas del pasado que tanto daño nos hicieron. Por el contrario, son jóvenes libres, orgullosos de su identidad, llenos de ilusiones y de fe en su capacidad para hacer sus sueños realidad y, lo que es más destacable aun, con ganas de hacerlo en su país y por su país.

Es por ellos que en esta hora crucial y tan cercana de cumplir doscientos años como nación libre e independiente, que aquellos que estamos aquí hace buen tiempo hagamos un último gran esfuerzo por acabar con esos fantasmas del pasado que habitan en nosotros y que cada vez que despiertan le hacen tanto daño al futuro de aquellos por los que juramos luchar. Por nuestros hijos, por nuestros nietos, por el futuro del Perú, llegó la hora del abrazo final.

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