(Foto: Carlos Chunga)
(Foto: Carlos Chunga)
Carlos  Chunga

Todo ocurrió en una noche de martes. Andrea prefirió tomar solo una taza de café en vez de cenar. Se había sentido bien por la mañana y por la tarde, después del colegio, aunque había perdido el apetito. Pero antes de sentarse a la mesa para hacer sus tareas, como de costumbre, se fue al baño a lavar la cara, y allí empezó a tener los síntomas.

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“Cuando me estaba lavando, sentí que me empezó a hormiguear todo esto, como que me picaba”, recuerda Andrea, tocándose la frente y los pómulos. “Nunca había sentido eso, primero pensé que me había picado algo, pero luego me asusté”, cuenta, sentada en el mueble de su casa, en el distrito de Castilla, en Piura.

A sus 16 años, Andrea Chanduví había tenido una gripe como  Cualquier persona durante el invierno. Pero, aquella noche, a la picazón le siguió el malestar corporal y luego la aceleración del pulso. Sumado eso a la congestión nasal, el reloj marcaba más de las nueve cuando ya ni siquiera podía pasar saliva, pues se ahogaba.

Hasta ese momento, el conocimiento de Andrea sobre el síndrome de era superficial: una enfermedad extraña que ataca al sistema nervioso y que puede causar la muerte, pero se tornaba lejana, improbable. Ignoraba que ella empezaba a ser una víctima, al igual que otras 110 personas que este año contrajeron aquel síndrome en la región Piura.

En un principio, su familia pensó que exageraba y le recomendó que se acueste. “Pero fue peor, porque el hormigueo comenzó a bajarme a los brazos, y sentía las manos pesadas al levantarlas. Estuve una hora acostada y luego me empezaron a dar escalofríos”, recuerda.

En la mesa del comedor, sus cuadernos quedaron abiertos y las tareas a medio hacer. Era casi la medianoche y Andrea fue llevada por su papá y una hermana mayor al Centro de Salud Materno Infantil de Castilla (Cesamica), el establecimiento más cercano cuando en el distrito hay alguna urgencia médica.

Según cuenta Andrea, “la atención allí fue pésima, porque demoraron en atenderme. Salió el doctor y me dijo que seguro estaba estresada, nerviosa o eran efectos del café”.

Cuando se sentó en la camilla y vio que sus piernas no tenían reflejos, la preocupación invadió la sala. “El doctor se asustó y recién ahí empezó a hacer mi historia clínica para derivarme al hospital Santa Rosa, donde ingresé por Emergencia”, comenta.

(Foto: Carlos Chunga)
(Foto: Carlos Chunga)

Allí se enteró que padecía Guillain-Barré, esa enfermedad de nombre impronunciable que este año ha matado a tres personas en Piura y que encendió las alarmas del Ministerio de Salud cuando los casos se dispararon también en otras cuatro regiones del país.

En el hospital Santa Rosa a Andrea la sentaron en una silla de ruedas, le tomaron análisis y le suministraron suero y un calmante. Al día siguiente la internaron en una camilla del área de Pediatría, junto con otros tres menores con el mismo síndrome.

Tanto el médico de Medicina Interna, como el de Neurología, confirmaron el diagnóstico y dispusieron 6 dosis de inmunoglobulina el primer día, y así los días subsiguientes, durante una semana. “Todo ese tiempo yo estuve muy consciente de lo que me pasaba. La inyección era helada e intravenosa, me generaba una sensación muy rara. Al principio seguía sintiendo dolor, pero luego ya me fue calmando”, cuenta Andrea, al mismo tiempo que hace ademanes.

La inmunoglobulina es una molécula natural que se encuentra en la sangre y otros fluidos corporales. Al ser un anticuerpo, está asociada con las reacciones alérgicas y el sistema inmune. Pero cuando una persona contrae el síndrome de Guillain-Barré –una enfermedad no contagiosa–, la cantidad de inmunoglobulina disminuye muy por debajo de los valores normales y genera debilidad en el cuerpo.

Debido a que el Guillain-Barré es una afección en la que el sistema inmunológico ataca los nervios periféricos, es necesario inyectar inmunoglobulina al paciente para contribuir a la regeneración de la mielina, una sustancia que protege las células nerviosas.

Todo eso Andrea lo aprendió mejor que una lección escolar. Dejó de asistir a clases, pero ahora siente que parte de su recuperación es estar con sus compañeras de aula, a quienes explica los detalles de su enfermedad y su tratamiento.

“Ahora camino mejor, pero me canso rápido y tengo que sentarme. El doctor me dijo que el dolor no se va a ir así nomás, por eso estoy yendo a terapia. A veces me ahogo cuando respiro o tomo agua, o se me acelera un poco el pulso, pero es normal, son secuelas que van a ir desapareciendo”, dice, comprensiva consigo misma.

El caso de Andrea sigue figurando en la estadística del sector Salud, pues, aun dados de alta, los pacientes con Guillain-Barré son monitoreados con controles paulatinos. Esto se debe a que hasta el momento la medicina desconoce las causas exactas del síndrome. Lo cierto es que siempre es precedido por una enfermedad infecciosa: respiratoria o gástrica.

En promedio, el 80% de pacientes tiende a curarse del todo, con un tratamiento médico adecuado, mientras que un 17 % puede quedar con secuelas y otro 3% puede recaer. “El neurólogo me recomendó que usara mascarilla, porque si tengo contacto con alguien enfermo, por una bacteria o un virus, eso podría afectar mi organismo, que todavía está débil”, explica Andrea, segura de lo que dice. “Siento que ahora sé más de medicina”, agrega, acomodándose la mascarilla en la nariz y la boca. Y sonríe.

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