¿Se salvó Francia?, por Ian Vásquez
¿Se salvó Francia?, por Ian Vásquez
Ian Vásquez

Tras las elecciones del domingo, la derechista Marine Le Pen y el centrista Emmanuel Macron pasaron a segunda vuelta. Todo indica que Macron será el próximo presidente y que Francia evitará el golpe antisistema nacionalista que representa la otra candidata. Dado el peso de Francia, la Unión Europea también parece que se salvará de una presidenta francesa que prometió rechazarla.

Aunque quizás muchos no lo vean así, ni los franceses ni los europeos tienen mucho que festejar. Eso se debe a que, en los últimos años, ha surgido un sentimiento popular fuerte en contra del ‘establishment’ francés que incluye tendencias extremistas de izquierda y de derecha que no podemos esperar se moderen bajo un presidente Macron.

De hecho, alrededor del 75% de los votantes rechazó a los partidos tradicionales, convirtiendo la elección final en la primera en que no participará por lo menos un representante de estos partidos desde que se fundó la Quinta República en 1958. Un 21% votó por Le Pen y un 20% votó por Jean-Luc Mélenchon, el candidato abiertamente chavista que prometía aliarse con Venezuela y Cuba. Es decir, un 41% de los votantes franceses respaldó a candidatos que proponen alguna combinación de las siguientes ideas: abandonar la UE y optar por el proteccionismo; cerrar las fronteras a la inmigración; implementar un impuesto del 100% a la renta máxima; despojar de la nacionalidad francesa a quienes tienen dos nacionalidades si son sospechosos de extremismo islámico; rechazar los tratados de libre comercio; un acercamiento a la Rusia de Putin; un incremento de la gigantesca burocracia francesa; sacrificio de libertades civiles en la guerra contra el terrorismo; etc.

Algo tiene que estar bien podrido en Francia para que tantos franceses repudien las políticas y los valores que hasta ahora supuestamente ha representado. El sistema ya no está funcionando. Ha producido un desempleo alto y de larga duración –10% en general, 25% para los jóvenes– y bajo crecimiento –fue de 1,1% el año pasado–.

Para muchos franceses, la culpa viene del exterior: de la globalización y de la UE. En realidad, el origen de la mayoría de los problemas es nacional. El Estado es enorme e insostenible. El gasto público ha llegado al 57% del PBI, el segundo más alto en la zona euro, y los impuestos a la renta se encuentran entre los más altos del mundo. Las regulaciones laborales están entre las más rígidas de Europa. El Estado benefactor se ha convertido en un monstruo que va consumiendo cada vez más recursos a la vez que desalienta el trabajo. Un estudio encontró que hace diez años tan solo el sistema público de pensiones había generado una deuda implícita de más de 350% del PBI, cifra que sin duda ha crecido.

Ante la falta de oportunidades y el pobre desempeño económico, la élite gobernante ha sido incapaz de implementar reformas. Irónicamente, ha sido Francia la que ha intentado exportar esta enfermedad a otros países de la UE. Ha desalentado reformas en otros países que quieren reducir su nivel de gastos e impuestos y ha querido centralizar más decisiones en Bruselas donde tiene mucho poder.

Los franceses tienen razones para desconfiar de la UE. Luego de que rechazaron la Constitución europea en el 2005, la élite la renombró el Tratado de Lisboa y la impuso. Esa actitud oficial está detrás del llamado déficit democrático que aflige a Europa –y especialmente a Francia– y que tanto ha hecho por fomentar el extremismo europeo.

Un presidente Macron, que en sí solo promete algunas reformas moderadas, gobernará sin mayoría en el Parlamento. Por lo tanto, podemos esperar más de lo mismo. Un pronóstico desalentador.

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