(Elaboración: El Comercio)
(Elaboración: El Comercio)
Jaime de Althaus

No se puede tener al engarzado en una pelea contra la lideresa de la oposición y a las barras bravas de cada lado festejando los golpes, como si fuera una pelea de callejón. Esto es ridículo y destructivo para todos, salvo para los halcones del fujimorismo-antifujimorismo, la malhadada división de nuestro país.

El presidente, que según el artículo 110 de la Constitución personifica a la nación, está por encima de cualquier pleito y por lo tanto es él quien tiene la obligación de poner coto a esta trifulca y, más bien, convocar a a una reunión de trabajo, aun pese a que ella haya tenido el gesto deplorable de revelar conversaciones reservadas.

Porque aquí lo que interesa es el país. Mientras Martín Vizcarra y Keiko Fujimori se atacan para aumentar o recuperar popularidad uno a costa del otro, la corrupción festeja y avanza. Si no recuperamos la mesa de trabajo, perderemos la guerra. Un referéndum bien planteado, que no tenga temas desinstitucionalizadores como la no reelección de congresistas –salvo que se demuestre su bondad–, ayuda a poner a la sociedad en pie de guerra contra la corrupción, a tomar conciencia del conjunto de escenarios en los que hay que batallar, que van más allá de los temas específicos del referéndum.

Porque la guerra contra la corrupción es estratégica. No la derrotemos con tres o cuatro medidas, sino con un ataque masivo orientado a cambiar la estructura misma que la hace posible, que le da oxígeno. Cambiar la cultura política y organizacional del país, institucionalizarlo, implantar el imperio de la ley. Pasar de un Estado basado en la reciprocidad de favores a uno basado en la meritocracia.

Pues la corrupción, salvo islas de excelencia, es la manera como funcionan las cosas, es el sistema. Por consiguiente, medidas aisladas como decapitar cortes o reformar el CNM tendrán efecto, pero a la larga se diluirán si no emprendemos un cambio institucional masivo que suponga pasar de la cultura de redes de reciprocidad en el Estado, fácilmente instrumentada por el crimen organizado, a una cultura meritocrática basada en concursos, evaluaciones de desempeño y gestión por resultados en el sistema judicial, en la policía, en los ministerios, en los gobiernos regionales y locales, y a un sistema seguro de derechos de propiedad. Esto no se puede hacer por partes. Es un cambio de naturaleza, de nivel social y cultural. Es un salto histórico.

Supone ponerse de acuerdo en un conjunto de reformas tales como aplicación de la Ley del Servicio Civil a todo nivel, simplificar y digitalizar el Estado, y depurarlo de todos aquellos que ingresaron con certificados falsos. También depurar la policía y el sistema judicial e intensificar megaoperaciones que erradiquen las organizaciones criminales que penetran el Estado, y reformar la propiedad, a fin de implantar el imperio de la ley en todo el territorio. Y supone, además, recuperar autoridad central y reconstruir un sistema de pocos partidos que asegure su presencia en el territorio y reconstruir canales de representación que hagan la democracia eficiente. Y otras medidas.
Se trata de atacar todo el orden institucional, sin dejar resquicio alguno. Reclama un acuerdo político de verdad, serio, a la altura del desafío histórico, no ridículas rencillas.