(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Vivas

La censura es un mecanismo democrático, es equilibrio de poderes, es gaje del oficio político. Sí, sí, todos conocemos el rollo institucional; pero también es inquina, tirria, bronca, ‘enseñar el músculo’, como dijo Luis Galarreta tras la censura a Jaime Saavedra en diciembre del 2016.

Y, del lado del gobierno jaqueado, la censura no es solo derrota y piconería; sino concesión al rival, resignación, ‘training’ para el aguante y, a veces, indolente entrega de la cabeza reclamada como trofeo. Así se estableció la costumbre en nuestra tierra: en 1849, cuando el Congreso cuestionó al ministro de Hacienda (hoy Economía), Manuel del Río, por contraer un préstamo riesgoso, este renunció y el presidente Ramón Castilla le aceptó el gesto dejando constancia de que lo hacía por consideración al Congreso. La censura no existía aún como institución, pero fue recogida poco después en la Ley de Ministros de 1862 y establecida en la Constitución de 1867.

Cincuenta cabezas solitarias han rodado desde entonces, y una media docena de gabinetes se ha venido abajo, en nombre de la gobernabilidad y la intolerancia.

Fuente: “Historia de la Presidencia del Consejo de Ministros” (PCM, 2016 )
Fuente: “Historia de la Presidencia del Consejo de Ministros” (PCM, 2016 )

—Los pallares de Basombrío—
Es común evocar el caso del ministro de Agricultura de José Luis Bustamante y Rivero, Enrique Basombrío Echenique, cuya cabeza rodó en 1945 porque, se dice, no supo responder cuál era el precio de los pallares. Volvamos a contarlo, porque el aludido fue nada menos que tío abuelo de Carlos Basombrío Iglesias, sobre quien pende la misma amenaza (en junio se presentaría la moción para interpelarlo y luego, con 25% de firmas, podría plantearse la moción de censura).

Gracias a Óscar Díaz Muñoz (en “Historia de la Presidencia del Consejo de Ministros”), podemos desmitificar el caso. En rigor, no fue censura, sino renuncia ante una probable censura (a lo Vizcarra). El diputado aprista Alfredo Saco Miró Quesada le preguntó por el precio de los pallares en Ica. Basombrío contestó con sinceridad que no lo sabía. Saco replicó que no le parecía reprobable que el ministro ignorara dato tan preciso, pero le escandalizaba que en la lista de precios del ministerio, los pallares costaran en Ica, donde se cosechaban, más que en Lima. O sea, Basombrío no renunció por ignorar el precio de los pallares, sino por una evidencia rebuscada de desorden en su cartera. Ello bien podía ser corregido, pero la bancada aprista no perdonaba.

Y las cabezas siguieron rodando por la espada ajena o, acorraladas, por mano propia. El gran censor del siglo XX fue el Apra y el entrenamiento que tuvo durante el gobierno trunco de Bustamante le sirvió para volver a censurar con pasmosa sistematicidad, aliada con el odriismo que antes la había proscrito. En 1963 decapitó a todo el Gabinete de Óscar Trelles, y posteriormente censuró a varios ministros, entre ellos al precoz Valentín Paniagua y a dos ilustres en Educación, Francisco Miró Quesada Cantuarias y Carlos Cueto Fernandini.

Esas censuras al primer belaundismo marcaron la política nacional con el trauma de la mayoría fatal. Cuando el partido de gobierno quedaba en minoría parlamentaria, se le auguraba lo peor. Nos ejercitamos en la interpelación y en la censura mucho más que en el pacto. El segundo belaundismo y el primer alanismo se salvaron, pero Fujimori entró con precaria minoría y malos augurios. En efecto, las mutuas hostilidades comenzaron a los pocos meses, el Parlamento interpeló al ministro de Agricultura, Enrique Rossl Link, Fujimori replicó duramente, y vino la moción de censura que unió a izquierda y derecha en diciembre de 1991. Pocos meses después, cayó el golpe que recompuso, manu militari, su mayoría.

Toledo se hizo de bancadas aliadas para afrontar a la oposición aprista, pero sus aliados no lo acompañaron hasta el final y permitieron la censura de Fernando Rospigliosi. Humala también entró con aliados similares, hasta que gastó su confianza y perdió hasta la de algunos de los suyos. Y le censuraron a todo el Gabinete de Ana Jara. En ambos casos, Toledo y Humala no hicieron visible sus esfuerzos por negociar con la oposición (si los hubo); sino que enfrentaron con cierto masoquismo la censura de sus cuadros.

Apenas enterados de que el gobierno de PPK enfrentaría una mayoría absoluta de Fuerza Popular, recrudeció el fatalismo anclado en la historia. Se temió lo peor y no tuvimos mayor noticia de acercamientos entre los líderes de uno y otro bando. Hubo entendimientos en materia de delegación de facultades, pero ello no aplacó las ganas de censurar buscando pretextos. Pasó con Jaime Saavedra, Vizcarra renunció conjurando una incierta censura y, ahora, Basombrío recopila cifras que la mayoría leerá según quiera sacrificarlo o perdonarle la vida.

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