El nombramiento de Pablo de la Flor como jefe de la Autoridad de la Reconstrucción, que siguió a los estragos de El Niño costero, contenía el grave riesgo de representar un poder ficticio “por todo lo alto” sobre infinidad de poderes reales. (Foto: Paco Sanseviero/El Comercio)
El nombramiento de Pablo de la Flor como jefe de la Autoridad de la Reconstrucción, que siguió a los estragos de El Niño costero, contenía el grave riesgo de representar un poder ficticio “por todo lo alto” sobre infinidad de poderes reales. (Foto: Paco Sanseviero/El Comercio)
Juan Paredes Castro

A l Perú le resulta cada vez más difícil librarse de una vieja y por momentos diabólica tendencia: la de crear poderes ficticios sobre los reales hasta matarlos de cansancio.

En esta condición histórica reside, en parte, la desgracia permanente de ver nuestros principios de autoridad gubernamental, legislativa y judicial por los suelos, en un evidente signo de debilidad de la confianza pública en los poderes constituidos.

Se supone que el poder delegado presidencial, por el uso de la fuerza que transmite, podría ser menos vulnerable que otros. Sin embargo, suele ser pasado de vuelta muchas veces. Ocurre que se torna precisamente ficticio. Y los dueños de los poderes reales saben muy bien cuándo están ante poderes ficticios para sencillamente disolverlos.

Como si no hubiera bastado el lejano ejemplo de Martín Belaunde como zar anticorrupción instalado sobre nada; de Julio Favre como príncipe del sur después del terremoto del 2007 privado de decisiones claves; y de Ollanta Humala, quien tuvo que crear un Consejo de Estado para sentirse jefe del Estado, el nombramiento de como jefe de la Autoridad de la Reconstrucción, que siguió a los estragos de El Niño costero, contenía el grave riesgo de representar un poder ficticio “por todo lo alto” sobre infinidad de poderes reales: desde ministros hasta alcaldías, pasando por gobernaciones regionales que finalmente sellaron recientemente la renuncia de quien parecía dispuesto a convertirse en la excepción de la regla.

Hablando de la misma tendencia a monarquizar o virreinalizar cargos estrictamente republicanos, la primera ministra Mercedes Aráoz anunció hace poco la creación de una “comisión de alto nivel” para acabar con las violaciones y los feminicidios. Vendría a ser realmente innecesaria una comisión ad hoc para enfrentar este problema teniendo todo un Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables con capacidad de hacer lo que tiene que hacer. Es una tristeza más bien que no ofrezca ya resultados contundentes.

Todos quieren ver al Gobierno y Estado reconstruyendo el país dañado por las lluvias e inundaciones de comienzos de año. Ya no planificando cómo reconstruir, porque se supone que eso ya está hecho. Tampoco calculando costos y presupuestos, porque en eso ya se avanzó más de lo que muchos imaginan. Sería el colmo que asistiéramos de nuevo a un diagnóstico de la catástrofe o a las rondas del ministro de Defensa, Jorge Nieto Montesinos, por sobre escombros que todo el mundo conoce de memoria e ignora en qué podrían convertirse mejor: quizá en casas siquiera prefabricadas.

Se necesita una acción muy bien coordinada entre ministerios, gobiernos regionales, municipios provinciales y distritales, Congreso, contraloría, colegios de ingenieros y arquitectos, todos con suficientes equipos alrededor en consultoría y logística técnica y profesional. Y, por supuesto, al Ministerio de Economía y Finanzas dispuesto a facilitar y no obstruir los flujos presupuestales. Quien venga en lugar de Pablo de la Flor tiene que ser un gran coordinador sin la mínima pretensión de ostentar poder sobre nadie.

El tiempo no da para distribuir poderes, sino tareas, responsabilidades y resultados. Se trata de recobrar la realidad y olvidarse de la ficción.

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