Con el puerto del Callao, por el que pasa, ni más ni menos, el 85% de nuestras exportaciones, se viene dando una gran paradoja: es cada vez más moderno y eficiente, pero queda cada día más lejos.
En efecto, por un lado, el Callao ha pasado de atender sus barcos en un tiempo promedio de 4 días a otro de 12 horas. Y estamos hablando, ahora que tiene “grúas super post panamax”, de barcos de hasta 337 metros de eslora.
Por el otro lado, sin embargo, llegar al puerto demora cada día más: de hecho, se ha calculado que el tiempo de viaje urbano de los 4.100 camiones que diariamente entran al terminal por alguna de las tres angostas vías limeñas que conducen a él puede llegar hasta a las 10 horas. Horas a las que, desde luego, hay que sumarles el tiempo que aquellos de esos camiones que vienen desde diferentes regiones del Perú han gastado en nuestras igualmente escasas y colapsadas carreteras de conexión con la capital (esencialmente la Panamericana y la Carretera Central).
Tenemos, pues, que el Callao es un órgano que se ha ido haciendo cada vez más grande y potente, acompañando al crecimiento vigoroso que ha tenido la economía peruana, pero que sigue siendo regado por las mismas pequeñas y saturadas arterias de las épocas en las que por el puerto pasaban anualmente menos de 100.000 contenedores, en lugar de los 1,8 millones que pasan hoy.
Naturalmente, pasado un punto, se vuelve irrelevante cuánto más pueda mejorar el puerto, mientras solo pueda llegar a él lo que permitan estas miniarterias. Y este es un punto que ya parecemos estar alcanzando: ÁDEX calcula el valor de los costos logísticos de la mercadería que sale del Callao en un tercio de su valor total. Algo que, naturalmente, resta muchísima competitividad a nuestros productos en el extranjero.
Lo más indignante, desde luego, es que todo este diario desperdicio de riqueza en una economía que está desacelerándose era y es perfectamente evitable. De hecho, no es mucho lo que el Estado tendría que hacer para evitarlo, más allá de dejar de obstruir. Es decir, los proyectos y las ganas para realizarlos están ahí. Las normas o los permisos para hacerlos viables (según los casos) no.
Por ejemplo, un tema que el sector privado viene solicitando repetidamente hace ya más de un año es el de la desactivación de las normas proteccionistas que hoy restringen las posibilidades de invertir en cabotaje –una opción que no solo descongestionaría la Panamericana Sur y el acceso terrestre al puerto, sino que reduciría los costos de transporte para las mercancías en cuestión–.
Otra propuesta ha venido de uno de los concesionarios del puerto: que un número de empresas usuarias del terminal construya, mediante obras por impuestos, un viaducto elevado en la Av. Manco Cápac para los automóviles, dejando libre la vía de nivel para los camiones, como ocurre en muchos puertos importantes del mundo. Pero eso requiere que el ministerio se interese en promover la iniciativa a fin de que se compatibilice y se concrete…
La empresa concesionaria del ferrocarril central, por su parte, ha planteado que se le permita extender su infraestructura ferroviaria hasta el interior del Muelle Norte, con el fin de contribuir a resolver la referida congestión de camiones. Además, propone que los camiones que vienen del norte, sur y centro del país no lleguen al Callao sino a tres antepuertos situados al norte, sur y este de Lima, conectados por ferrocarril con el Callao. Pero no hay respuesta alguna ante estas iniciativas .
En la misma línea, APM Terminals ha propuesto que se le concesione la instalación de un puerto seco cerca de la avenida Gambetta, y está solicitando que le permitan construir un depósito temporal solo para graneles en su propio terreno, lo que requiere que Ositrán fije las tarifas.
Y eso, para hablar solo de proyectos que le quitarían carga solo a los accesos al Callao, y no de los que se la quitarían al puerto en sí, como retomar las mil veces retrasadas concesiones de otros puertos.
La inversión y las ideas, en fin, están ahí, pujando por fluir, pero el Estado también está ahí, funcionando como tapón en lo que es un rol cómodo, sin duda, pero enormemente costoso para el país, y, por lo demás, muy poco inspirador.