Hace unos días el congresista José León, miembro de la Comisión Agraria, señaló que este mes se decidirá el futuro de la propuesta para limitar la extensión de tierras agrícolas que puede concentrar un grupo empresarial.
Esta discusión ya lleva buen rato. Desde hace más de un año existen en el Congreso dos proyectos que buscan establecer los mencionados límites. El primer proyecto quiere fijar la extensión máxima de tierras privadas en 10.000 hectáreas, mientras que el segundo quiere fijarla en 25.000. Pero ambos coinciden en que se debe evitar la “posición de dominio” en el mercado de tierras. Estas propuestas, además, fueron respaldadas por el anterior ministro de Agricultura.
Como señalamos en editoriales pasados, el problema de la concentración de tierras que intentan conjurar dichos proyectos de ley es uno más de los varios mitos que existen en nuestro país sobre el agro.
Para empezar, en nuestro país las extensiones de tierra a las que temen los mencionados proyectos no permitirían tener a una empresa posición de dominio en el mercado de la tierra agrícola. Tener posición de dominio significa que la empresa cuenta con el poder de fijar sus precios sin importarle los que ponga la competencia (lo que le permite cobrar más que el precio competitivo). ¿Alguien podría lograr esto teniendo, digamos, 50.000 hectáreas, el doble del máximo permitido por uno de los proyectos? Sería imposible, pues su operación solo concentraría un insignificante 0,2% de dicho mercado y enfrentaría muchísima competencia.
Por otro lado, el Perú no experimenta un fenómeno de concentración de tierras en pocas manos. De hecho, lo que sucede es lo contrario: según los resultados preliminares del IV Censo Nacional Agropecuario, entre 1994 y el 2012 el número de productores agropecuarios creció 30%, pasando de 1’764.666 en 1994 a 2’292.772. Además –según el ex ministro del Medio Ambiente Antonio Brack–, el 95% de los predios agrarios tiene menos de 25 hectáreas de tierra.
En cambio, un problema que sí tiene el Perú es que existe mucha tierra sin aprovechar. Hoy, de los 7,6 millones de hectáreas con potencial para uso agrícola solo se utilizan 5,4 millones. Por eso, lo que deberíamos estar fomentando es que quien tenga recursos para hacerlo la explote con la finalidad de aumentar la producción agrícola, en vez de poner más barreras para aprovechar mejor nuestros recursos. Sin embargo, parece que algunos congresistas a los que los asustan los fantasmas prefieren que la tierra esté desperdiciada a que sea propiedad de algún gran proyecto agrícola.
Por otro lado, tampoco sería una mala noticia que algunos grupos estuviesen concentrando un gran porcentaje de tierras. El motivo es que negocios a mayor escala permiten reducir costos, aumentar la productividad y, en consecuencia, ofrecer mejores productos a mejores precios a los consumidores. Comparemos un minifundio con una gran plantación. Para el primero, por su pequeña escala, quizá no tiene sentido ni siquiera comprar un tractor o desarrollar un sistema moderno de irrigación, lo que vuelve a su producción poco eficiente. El tamaño de la operación del segundo, en cambio, permite justificar financieramente la inversión en tecnología agrícola, desarrollo de infraestructura hidráulica, contratación de mano de obra más calificada, entre otras ventajas que vuelven más productiva a la empresa. Esto lleva a que los grandes proyectos agrícolas puedan competir ofreciendo a sus consumidores productos de mejor calidad y a precios más bajos.
En toda esta discusión, finalmente, también se pierde de vista que los mencionados proyectos le robarían oportunidades a muchos de los peruanos más pobres del país. Primero, impedirían a los agricultores pobres vender sus tierras a empresas grandes si eso les conviene para mejorar su precaria situación. Segundo, el crecimiento de los grandes grupos agropecuarios significa más trabajo para más personas (de hecho, eso es lo que ha permitido que en lugares como Ica hoy exista pleno empleo), por lo que restringir su tamaño supone también limitar la oferta de trabajo. Pero por supuesto, cuando se legisla sobre la base de mitos, es muy fácil perder de vista que el precio de los errores legislativos los pagamos todos, especialmente los más pobres del país.