Esta semana, la Sociedad de Comercio Exterior del Perú (Cómex-Perú) criticó al gobierno por tener paralizada la agenda de negociaciones de nuevos tratados de libre comercio (TLC). La preocupación es válida, pues aún es posible abrir muchos mercados interesantes para nuestras exportaciones. Por ejemplo, India, un país con 1.200 millones de potenciales consumidores y con un PBI de US$1,8 billones. O Rusia, una nación que tiene un PBI muy similar al indio. O, en todo caso, Turquía, que –según Goldman Sachs– tendrá en el 2050 un PBI superior al de los países del G-7 y cuyo embajador ya ha solicitado a nuestro país negociar un TLC. Y si se quieren más opciones, ahí están destinos importantes como los países árabes, Indonesia o Sudáfrica.

El ministro José Luis Silva, en respuesta a estos cuestionamientos, declaró a nuestro Diario en una entrevista publicada ayer que “la agenda no está paralizada”. Prueba de ello –indicó– es que se estaría en conversaciones con Cuba, Nicaragua y El Salvador para celebrar TLC.

Así, el ministro demostró que, en efecto, Cómex-Perú se equivocó al señalar que su agenda comercial está detenida. La verdad es que sí se mueve, pero en la dirección errada.

¿Cómo así se vuelve una prioridad negociar un acuerdo de libre comercio con Cuba, un país cuyos ciudadanos están prohibidos de comerciar libremente? ¿Y por qué poner primeras en la fila de negociación a economías diminutas como El Salvador o Nicaragua? Si el tamaño del PBI de India es aproximadamente 260 veces el de Nicaragua y los peruanos exportamos al primer país 26 veces lo que al segundo, ¿qué razón válida podría llevar al Mincetur a priorizar a la nación presidida por el señor Ortega?

Parece, así, que la actual agenda comercial del Mincetur consiste en llevar a los peruanos a pescar a charquitos en vez de a un enorme mar repleto de peces.

MUERTE CIVIL El miércoles, en nuestra sección Tema del Día, informamos que el Reniec estaría evaluando si permitirá que los más de 440 mil electores con DNI vencido voten el 17 de marzo. Esta institución precisó que su reglamento de inscripciones establece explícitamente que quienes tienen el DNI vencido no pueden sufragar, cobrar cheques, firmar contratos, viajar o hacer trámites que les exijan identificarse. En pocas palabras, si el DNI está vencido es como si uno no existiese.

La disposición de la entidad, sin embargo, enfrenta un par de problemas. El primero, que va contra la Constitución, cuyo artículo 31 señala –tan explícitamente como el reglamento del Reniec– que es nulo y punible todo acto que prohíba o limite al ciudadano el ejercicio al voto. El artículo 33 es también muy claro al establecer que este derecho solo se puede suspender por una resolución judicial, por sentencia de pena privativa de libertad y/o por una sentencia con inhabilitación de derechos políticos. Es decir, el Reniec –según la Constitución– no puede inhabilitar a los votantes.

Pero hay un problema adicional: la proporcionalidad de la medida de la institución. Y es que quitarles a los ciudadanos la posibilidad de votar, viajar, contratar o hacer trámites –es decir, tratarlos como si se hubieran muerto– es un castigo desproporcionado para un pecado tan pequeño como no haberse acercado a actualizar datos. Este caso es como si el Reniec hubiese decidido utilizar una bomba para matar una mosca.

Todo este problema incluso podría llevar al Estado a reconsiderar la exigencia de que el DNI se renueve continuamente. De hecho, si en algunos países como Estados Unidos el gobierno ni siquiera exige a sus ciudadanos sacar un documento único de identidad estandarizado (ahí las personas se identifican con el brevete, tarjetas de crédito o el número de seguro social), ¿realmente se necesita en nuestro país que renovemos el DNI cada ocho años?