Jugando a la reforma política, por Juan Paredes Castro
Jugando a la reforma política, por Juan Paredes Castro
Juan Paredes Castro

Nada suena más hipócrita que el tardío llamado del presidente a eliminar el voto preferencial, que su partido bien pudo materializarlo cuando le sobraba mayoría en el Congreso para imponer más de una reforma política.

Ocurre que Humala y el Partido Nacionalista comparten ahora el temor de que una eventual carrera parlamentaria de la primera dama , con la impopularidad que afronta, corra el riesgo, en términos de resultados electorales, de acabar muy por debajo de muchas otras postulaciones que serían favorecidas precisamente por el voto preferencial.

De pronto el voto preferencial ya no es para el oficialismo humalista el maduro racimo de uvas deseable que probablemente lo era hasta hace un año.

¿Por qué no hubo en Humala la misma vehemencia por introducir reformas políticas desde el primer día del régimen? Pretender cambiar las reglas de juego, en vísperas de la convocatoria a elecciones generales y con el único afán de evitarle una vergüenza electoral a la señora Heredia, resulta ridículo.

El régimen de Humala ha coronado 20 años continuos de resistencia a las reformas políticas en el país, en un ciclo precedido por el segundo gobierno de Alberto Fujimori (del 95 al 2000), el brevísimo transitorio de Valentín Paniagua (2000 al 2001) y los siguientes de Alejandro Toledo (2001 al 2006) y Alan García (del 2006 al 2011). Todos ellos, sin duda, con su particular cuota de responsabilidad.

Las esperadas reformas de segunda generación en el segundo gobierno de Fujimori terminaron por ceder el paso al autoritarismo, a la rereelección y a la precipitación de su caída por los escándalos de corrupción y violación de los derechos humanos.

El fujimorismo tiene así su pasivo histórico de antirreforma política de cinco años, pero tiene también un legado de estructura de poder que ya lleva 25 años, contra el cual la clase política democrática lleva el mismo tiempo rasgándose las vestiduras sin haber logrado introducir cambios y mejoras sustanciales. Más allá del capítulo económico y otros muy válidos respecto a los derechos de la persona humana, la Constitución del 93 merece muchas reformas importantes en la justicia, la elección de jueces y fiscales, la representación política, el funcionamiento del sistema electoral, la restauración del Senado y la implantación del voto voluntario.

La gran paradoja es que nuestro sistema democrático, tantas veces reivindicado en los discursos, protocolos y hojas de ruta, sigue viviendo, para bien y para mal, del legado autoritario del fujimorismo.

Esto tiene que convencernos cada vez más de que ya no se puede pensar en crecimiento económico en medio del desastre político. Y si los políticos no son capaces de ofrecernos una real y reconocible reforma política a partir del 2016, tendremos que obligarlos, como decía hace poco Juan de la Puente, mediante referéndum, o si son premiados por la sensatez, bajo el impulso de un shock democratizador, como lo propone Carlos Meléndez.

En cualquier caso, el escenario preelectoral actual, ¡no es el mejor y sí el peor!

MÁS DE POLÍTICA...